Hola, gente!
Después de ocho meses de viaje por Europa, viendo la iniciativa de otros viajeros, igual nos decidimos a publicar aquí también nuestro viaje (no solo a través de nuestro blog). Os presento la última crónica, y si os interesa, seguiremos publicando por aquí; y si os aburre, ¡pues no queremos ser unos pesados! Ya me contaréis!
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Pedalear bajo cero puede resultar divertido. Las manos están aún calientes dentro de los poguis, cubiertas solamente con unos finos guantes de lana sin dedos. Los pies hacen lo que pueden con tres pares de calcetines y en la alforja aún están esperando los pantalones térmicos y el abrigo de invierno. Por la noche, la solución de meter un saco de verano dentro de uno de primavera da resultado. La tienda también nos aísla del exterior. Bajo nuestro techo de tela siempre estamos sobre cero y a veces, en mitad de la noche, hasta tenemos que quitarnos capas de ropa. De momento vamos bien, pero hay un nombre que no deja de repetirse en la boca de quienes nos encontramos por el camino; cuando un viento tiene nombre (como nuestros viejos amigos, el Cierzo y el Mistral) es digno de ser tenido en consideración, pero en el caso del Bura, debería tener hasta apellidos. Oriundo de Rusia, reparte su aliento gélido por Europa, cubriendo el continente de un manto blanco. Cuando llega a la costa croata, la masa de aire frío choca con el Velebit y huye ladera abajo cuando lo sobrepasa, surcando la costa con furia. Frane nos contaba que hace unos años el Bura vino huracanado, con rachas de más de 200 km por hora, y en aquella ocasión había visto a una mujer volando por las calles de Split. En el interior, el frío siberiano convierte a los valles croatas en una continuación de la estepa. Cuando pasemos por Gospić tendremos suerte por ver el mercurio sobre cero, pero Danka nos dice que hace pocos inviernos, en ese mismo lugar, se alcanzaron los 29 grados bajo cero, en la misma época del año.
Aun cuando allá por Hungría decidimos poner rumbo hacia la costa, todavía considerábamos la idea de adentrarnos por el interior de los Balcanes, quizá recorrer las grandes montañas del parque nacional de Durmitor, pasando previamente por Sarajevo y Mostar. Aunque nos dolía haber perdido la oportunidad (de momento) de conocer Rumanía y Bulgaria, pensábamos que el interior podía ser más auténtico que la turística costa del Adriático, donde la Jadranska Magistrala es una de las carreteras mejor conocidas por los cicloturistas que visitan Croacia. Hacía frío, pero no tanto como para que nuestro instinto de supervivencia, atrofiado por los suaves inviernos en España, se percatara de la urgencia de nuestra decisión. Lo que no esperábamos era encontrar cisnes en el Adriático.
Pero aún teníamos que hacer otra parada antes de correr hacia el mar: no podíamos dejar Croacia sin visitar los famosos lagos de Plitvice, posiblemente uno de los lugares más bellos de Europa. Durante el resto del año, hordas de turistas pagan una carísima entrada para hacer las mismas fotos por encima de las cabezas y mochilas de las masas que atiborran el lugar. En invierno la entrada no es tan cara, y más barata aún habría salido si hubiéramos sabido de antemano que poco después de la recepción del parque podíamos haber dejado las monturas en el bosque y haber entrado por los caminos que se abren a mano derecha desde la carretera. Pagamos la entrada al personal más antipático que pueda emplearse en un parque nacional y mientras candamos las bicis vienen a saludarnos una pareja de eslovacos que, casualidades de la vida, son amigos de Jan y Evit, la pareja que nos acogió en Banska Bystrica. También ellos están disfrutando de una luna de miel alternativa, viajando por Europa con su viejo coche, lleno de bártulos, comida, útiles de acampada y bicicletas. Os enseñaría la estampa de los viajeros, pero alguien muy lejos de aquí tiene las fotos y no creo que tenga intención de difundirlas. Después de una hora de cháchara con intercambio de consejos turísticos y no tan turísticos, nos despedimos y bajamos a los lagos. Desde la carretera ya habíamos intuido la majestuosidad de las cataratas y el color turquesa del río Koruna que alimenta los molinos de agua de Rastoke (la pequeña Plitvice). Pero caminar junto a los lagos, dejarse salpicar por los saltos de agua y hacerlo además en absoluta soledad es una experiencia maravillosa. Aún embobados por la belleza del lugar, paramos en el pequeño puerto a orillas de un gran lago, esperando el barco que nos había de llevar hacia la salida. Hacen lo mismo un padre con su hijo, tres japoneses y una pareja de enamorados que, junto con el camarero y más tarde el capitán del barco, somos las únicas personas que quedan allí. Dejo la cámara sobre una mesa, con la intención de ver más tarde las fotos del día, mientras nos comemos una manzana. Pero vemos el barco que ya llega, y con la emoción nos olvidamos la cámara en la mesa. Me doy cuenta en el barco, apenas dos minutos después, y vuelvo corriendo al lugar del delito, donde la cámara ya ha volado. Pregunto a cada una de las personas que antes he citado, pero uno de ellos no me dice la verdad y este año se ahorra el regalo de reyes. Durante los siguientes días no dejaré de darle vueltas a ese momento de estupidez, y muchas noches se repetirá en sueños la misma situación. Le sigue la resignación, hacer dibujos a mano y tomar fotos con el móvil hasta que encontremos una solución.