Nueve de la mañana: en una terraza del paseo, junto al mar. Hace un día brillante. Veinte grados. La brisa trae olor a mar abierto. Ella toma el sol con los ojos cerrados sentada junto a mí y es hermoso tenerla a mi lado, y es hermoso observarla. Yo saboreo el primer café de la mañana. El cielo está ligeramente enmarañado por el norte. El tiempo va a cambiar en breve -no hay buen tiempo que dure para siempre-, pero ahora se está bien y eso es lo único importante.
Rompen las olas llenando de espuma la arena de la playa. La tierra retumba cuando el agua golpea la orilla. Un grupo de muchachas pasa riendo junto al mar. Tienen toda la vida por delante. Una vida más grande que ese mar. Vidas cargadas de destino, cargadas de misión, de luz y oscuridad, de riesgo, de pasión, de encanto y desencanto. Cada una de ellas es poseedora de una historia secreta que aún está por escribir. Una historia que habla de amor, de luz, de grandezas, miserias; de triunfos y fracasos. Alguna vencerá y otras serán vencidas -victorias y derrotas-, pero todas tendrán su propia historia.
Miro a mi alrededor: apenas vive gente en este sitio. Ahora, en este instante, la vida nos sonríe. Es una bendición. Una paz misteriosa llena el aire de luz y de armonía. Se está tan bien aquí...
Nuestra vida es perfecta, absoluta y genial. Te miro y tú te das cuenta y entornas los ojos y sonríes. Tenemos la salud, la experiencia y los años suficientes como para saber apreciar en todo su valor esta pequeña tregua. En una esquina de la playa, algunas casas blancas, deslumbrantes al sol, nos animan el alma. Debemos dar las gracias al destino por haber conseguido llegar hasta aquí.
Pequeños placeres de la vida; momentos de felicidad que apuramos con toda nuestra alma. Todo el dolor del mundo se esfuma en este instante. La vida es como un gran amor; tiene ese punto enloquecido. Noto el calor del sol sobre la piel y es como la caricia de una mujer perfecta. Te quiero tanto, vida, que a veces no lo puedo soportar y sólo siento ganas de morir, -no sé muy bien porqué-, y hacerme mar dentro del mar azul, y cielo, amor, dentro de cada cielo tuyo enamorado.
Pero hay que regresar, volver al gran viaje. Dentro de un rato todo esto cambiará. Cargaremos toda nuestra ilusión en las alforjas, montaremos en nuestras bicicletas. Nos pondremos en marcha -la vida no es más que una aventura que no termina nunca-. Ya no tendremos tiempo de pensar, sólo nos quedará ese sentir primero, primitivo, esencial, que consiste en saber que progresar sólo dependerá de nuestra voluntad, de nuestro esfuerzo.
Subiremos montañas, rodaremos por valles donde reina el silencio, empujaremos nuestras bicicletas por laderas inmensas de maleza y de piedras, por cauces de ríos secos, llenos de arena, que nos alejarán del asfalto de nuestra sociedad, de la rutina mortal de nuestro tiempo.
Lucharemos a solas contra el viento y la lluvia, el calor y la sed. Cada uno en su mundo, concentrado en seguir. Sentiremos de nuevo esa inseguridad vital que nos hace pequeños. La grandeza de todo lo que no está a la venta, el amor a la vida, el dolor de la muerte. Subiremos hasta que ya no quede nada más por subir, bajaremos hasta que ya no quede nada más por bajar, llegaremos al sitio donde ya no hay respuestas -hemos llegado al fondo del cono de un volcán inesperado-, y al fin, perdida casi la esperanza de encontrar la salida, la verdad o la luz, o quizás el camino, hallaremos la forma de vencer al destino y saldremos de nuevo, otra vez, renacidos, del desierto de todas las cosas, de ese espacio sin luz, al hogar donde habita la vida.
Y saldremos los dos, como siempre, por el lugar más alto, más hermoso del mundo. Quizás un diminuto pueblo blanco sobre alguna montaña donde un señor francés tiene una casa. Y en un mágico instante, volveremos de nuevo a ver el mar, pero esta vez sobre una carretera que nos lleva directos a casa, con unos ojos nuevos, un poco diferentes. Y será ese mar, nuestro mar más azul, más hermoso, más grande, nuestro mar personal, diferente. Un mar que nadie puede ver mas que nosotros.
...Doce de la noche: escribo estas líneas mientras tomo un café, junto al mar, protegido del viento por una lona. Han sido doce horas de viaje cruzando por dos veces una cadena de montañas. El ruido de las olas ahora es muy diferente; es como el bramido de una bestia enorme -ronco, profundo, impresionante-, que nos provoca de vez en cuando escalofríos. Es el sonido de la naturaleza que anuncia que la noche no ha sido hecha para la medida pequeña de los hombres. Ha terminado el día. Ha regresado el frío. Tú miras hacia la oscuridad abrazando en tus manos una taza caliente de té. Se te cierran los ojos mientras andas perdida en tus pensamientos.
Trato de recordar cada paso que hemos dado por estos parajes, cada camino nuevo, cada animal, cada planta, cada valle perdido... Todo lo que hemos visto en este día. Extrañas sensaciones que se repiten siempre en cada nuevo viaje y que ahora ya forman parte de nosotros, de nuestro pasado, de la historia de nuestras vidas.
Mientras oigo el bramido del mar, cierro el cuaderno y pienso que la vida no es más que un largo viaje. Un viaje emocionante hacia la muerte, que quizás sólo es cambio, o quizás es derrota. No sé. Sólo nos queda al fin la voluntad de hacer de ese viaje una historia que podamos contarnos, con nostalgia y con una pizca de alegría. Una historia que esté bien contada y además sea intensa. Nuestra pequeña historia. Nada que cambie el mundo. Tan sólo nuestra pequeña historia. La historia que nos hizo ser como somos ahora, un poco diferentes de los otros, los que renunciaron en algún punto a salir a buscar su destino, a tener una historia, a tratar de tener una vida.