Es un día de primavera: estamos en Semana Santa y el sol brilla en el cielo. Todo el mundo –la humanidad entera, excepto algún cicloturista-, se encuentra atrapada en un atasco, probablemente en algún punto de la costa situado entre Cullera y Benidorm. Es un día perfecto para sentir este calor del sol que hace cosquillas en la piel y nos llena de vida.
Bea y yo nos bajamos del metro en Arganda del Rey: vamos a darnos una vuelta por la vía verde del Tajuña y tal vez, por la Vía del Tren de los 40 días.
Subimos en las bicis (yo en mi superbici último modelo maravillosa y totalmente equipada y Bea en su hierraco inmundo, pesado como el plomo, que a ver si se la regala a un beduino del desierto o la tira por un barranco y se compra una de verdad), y empezamos la ruta. Estamos un poco entumecidos porque en los últimos tres o cuatro días sólo nos hemos bajado de la bici para comernos un par de filetes, que yo recuerde, así que nos lo vamos a tomar con calma.
Empezamos la vía verde como todo el mundo, pero, vaya por dios, en seguida me aburro y tiramos por el campo. Bea hace prácticas de conducción por pistas de piedras sueltas y al cabo de un rato paramos porque ha decidido caerse sobre un montón de cardos y se tiene que quitar los pinchos de los brazos y el... En fin, por suerte, después de todo lo que ha pasado estos últimos días, esto de los cardos ya no le afecta nada. Sin quitarme los guantes para no pincharme, la sacudo un poco y es como intentar depilar a una chumbera.
Bajamos por una pista y llegamos, creo, a Perales de Tajuña. Desde la pista, hemos salido al pueblo por la parte de atrás, entre unas casas de las afueras y buscamos un bar. Miramos los precios de los menús y acabamos comiendo bocadillos en un banco de piedra, justo enfrente de un mesón, por aquello de aprovechar el aroma a cordero asado que no nos podemos permitir con nuestro presupuesto. El pan que hemos comprado está caliente y con el olor a cordero que trae la brisa tampoco necesitamos mucho más ¿no? (bueno, no sé, el caso es que comimos en un banco… Por dios, como debía estar ese cordero).
Seguimos viaje hasta las Cuevas de Tielmes y allí nos encontramos con Inocencio. Inocencio nos cuenta mil historias de ese lugar en el que ha vivido desde siempre. Nos habla del pozo y del bar, de las cuevas, de cómo se caía el ganado dentro, de cómo murió su madre y de la calavera que encontraron en el pinar cuando eran chicos. Nos enseña sus tierras y nos dice que volvamos a coger peras en septiembre. Nos habla del tren de mineral, de la primera vez que vio una botella de brandy. Nos habla de mil cosas al pie de estas hermosas cuevas. Antes, Bea ha subido por allí y la he hecho unas fotos. El sitio tiene el encanto de las cosas que están cargadas de pasado. Alguien me dijo una vez que Plutarco, en su libro titulado: “Vidas Paralelas”, ya hablaba de esta ciudad de Caracca; una ciudad excavada en la tierra. Inocencio nos cuenta como están talladas las cuevas donde jugaba de niño y que el pozo excavado en la arena, llegaba hasta el río y lo cerraron. Hacemos unas fotos, nos despedimos de él, y seguimos viaje.
La vía verde sigue por las Vegas del Tajuña. Llegamos a un molino donde han hecho un complejo hotelero. En medio de la nada, de pronto, encontramos bungalows, fuentes, música (let it be y cosas de esas), hotel y restaurante (el agua del grifo fatal). Bea prueba un columpio que es una especie de hamaca de cuerda y no se baja. Tengo que arrancarla de allí a la fuerza. Dice que quiere uno, pero yo no encuentro la forma de llevarme ese trasto en la mochila. En fin, seguimos.
Al rato dejamos a la izquierda Tielmes y seguimos camino hacia Carabaña. El día es perfecto, hace sol, la primavera estalla en los campos. Las viñas, los campos de labor con su color rojo de arcilla, la avena verde que empieza a brotar en los cultivos, el contraste del ocre de la tierra en las parcelas donde crecen tan lentos los olivos… En fin, una pasada. A Bea le da un subidón de primavera, sale corriendo y se tumba en un campo de flores. Yo la observo y de vez en cuando le hago alguna foto (parece que ya no le pinchan los cardos). Hemos ido tan lentos, hemos parado tantas veces, hemos disfrutado tanto del camino, que ahora ya es un poco demasiado tarde. No queremos más líos. Tomamos el desvío de la Vía verde del tren de los cuarenta días y andamos tan sólo un par de kilómetros. Me subo a una colina a ver si veo algo, pero la ruta se prolonga. Decidimos que es mejor regresar tranquilos. Hoy es un día suave en el que no queremos hacer más de ocho o nueve horas de ruta.
La vuelta es una maravilla. Nos encontramos bien. Fuertes, relajados, tranquilos. El sol desciende poco a poco. Paramos en un pueblo (de nuevo no sé si fue en Perales o en Morata) y nos comemos unos bollos inmensos sentados al borde de una carretera. La vida nos sonríe y nos sonríe. Mi bollo sabe a gloria. Casi da un poco de vergüenza ser tan feliz mientras la gente sufre en otros lugares del mundo.
Después de una subida, paramos en un mirador bajo un olivo. La tarde fluye lenta. Ni el mismo dios es tan feliz como soy yo en este instante. El horizonte crece; el mundo es un lugar amable que uno puede recorrer sobre una bicicleta. La vida late y se se encuentra en todas partes, detrás de cada curva del camino, detrás de cada cuesta. Si fuera un poco más feliz reventaría.
Se pone el sol cuando coronamos la última subida. Bea me dice que corra para sentarnos en el mejor sitio de la primera fila de este teatro del mundo donde se representa la función más perfecta. Contemplamos la puesta de sol. Los colores del cielo y la tierra van cambiando despacio. La vida fluye y suspira como una amante dormida, y cuando todo acaba, nos ponemos nuestros forros polares y nos dejamos caer hasta nuestro destino. Hemos vivido otro día.
Mientras descendemos, ahora en medio de la oscuridad, recuerdo esas palabras de Sandor Marai que decían: “Uno siempre responde con su vida a las preguntas más importantes. No importa lo que diga, no importa con qué argumentos trate de defenderse. Al final, al final de todo, uno responde a todas las preguntas con los hechos de su vida: a las preguntas que el mundo le ha hecho una y otra vez: ¿quién eres? ¿Qué has querido de verdad? ¿Qué has sabido de verdad? ¿A qué has sido fiel o infiel? ¿Con qué o con quién te has comportado con valentía o cobardía?.. Estas son las preguntas. Uno responde como puede, diciendo la verdad o mintiendo: eso no importa. Lo que sí importa es que uno, al final, responde con su vida entera”.
Bendito Sandor Marai, bendito día.