Acababa de pensar "Después de lo que me está costando, ¿todavía me falta todo eso para Lesaka?", cuando dos curvas más adelante me truena el cambio y bajo mi mirada la cadena se me escurre de los engranajes. No llevo el troncha encima y se me parten a la vez la cadena y el corazón. La primera reacción instantánea es buscar un eventual bulón por las arrugas del asfalto gris (peor que una aguja en mil pajares), pero me doy cuenta de que está todo y 'tan sólo' se me ha abierto un eslabón. La Ley de Murphy ha actuado ya a los veinte kilómetros de salir: no puedo creerme que el tronchacadenas se me haya olvidado literalmente en el último momento. (¡Y encima lo había comprado para la ocasión!). Cinco minutos después me vería dándole golpes al bulón con una piedra, a ver si encajaba; sin resultados por supuesto.
Tenía la posibilidad de dar media vuelta y volver; de abortar el viaje; o de dejarme convencer por un chico que desde su coche familiar se ofrece a llevarme a casa. Un mundo de posibilidades, pero las ganas de vivir experiencias me llevan a proseguir. Prosigo pues para adelante, o mejor dicho para arriba, empujando la bici cargada durante unos cinco kilómetros más.
Aunque mi actitud es positiva, en esos momentos se produce un apagón fotográfico, y la euforia cede el paso a un serio ahorro de energías. Sin embargo, ese silencio fotográfico es roto un par de veces por la belleza de lo bucólico, o por lo menos del ideal de bucólico que tengo metido en la cabeza:
¡Alguien que me pueda coser la cadena seguro que habrá en Lesaka!