El sábado nos pegamos el gran madrugón y, sin despertarnos del todo, medio inconscientes, Pilar y yo nos reunimos con Alfonso y Charly en un área de servicio de la carretera de La Coruña. Allí nos despertamos delante de un café y comprendemos, por fin, que tenemos cuatro días por delante para hacer lo que nos de la gana. Inmediatamente lo celebramos a gritos, nos entra la risa floja, nos pellizcamos unos a otros para comprobar que no es un sueño, que estamos otra vez en la carretera, nos damos un par de golpes en la cabeza, y cuando lo hemos asimilado un poco nos acabamos el café y nos largamos de allí.
Llegamos a Potes y nos metemos en un restaurante. Charly llora literalmente ante una cazuela de fabada montañesa. Llora y nadie sabe porqué. Parece que es por la fabada por las caras que pone con cada cucharada que se mete en la boca. Le da las gracias al camarero, al cocinero, a los de la mesa de al lado, a Dios... Se le ilumina el rostro; parece que ha alcanzado una especie de nirvana espiritual y va a empezar a levitar o a morirse de gusto. Yo, mientras tanto, como también fabada a dos carrillos, como un lobo, rebañando con pan de hogaza. Alfonso se mete al estómago unos cuantos kilos de garbanzos, unos litros de sopa y en general, un cocido Lebaniego tamaño familiar, con trozos de tocino como puños, o algo parecido. No hablamos mucho, la verdad. A veces, mientras tragamos con dificultad un trozo enorme de morcilla, contemplamos a Charly llorar mientras devora.
La casa rural que hemos alquilado en un pueblo a un par de kilómetros de Potes es una maravilla. Tiene tres plantas, buhardilla, calefacción, cocina, chimenea, ducha con agua caliente... En fin, todo ese tipo de cosas que me hacen preguntarme porqué, cuando voy solo, acabo durmiendo en sitios tales como una parada de autobús.
Como los del KTA no saben estar parados y Charly tiene un mono de bicicleta que se muere, para distraernos un poco decidimos ir a dar un paseo por Fuente De, y nos acabamos subiendo por una garganta que hay a la izquierda según se mira la pared.
Se nos hace de noche y bajamos. Volvemos a la casa y nos hacemos una cena de las de recordar. Encendemos la chimenea, asamos castañas, bebemos vino, ponemos a punto las bicicletas... Al final cada uno anda a lo suyo, y en medio de las risas nos vamos a dormir.
Primer día: Potes -La Hermida- Bejes- Salto de la Cabra.
Nos levantamos pronto. Yo me siento morir: es el segundo día de madrugón, pero hoy nos espera un desafío. Ayer decidimos ir desde Potes a La Hermida, subir a Bejes y continuar por una pequeña pista de cemento hasta el salto de la cabra. Una subida dura de las que se recuerdan toda la vida.
Salimos de Potes y hace frío, pero el día está despejado. Nos metemos en el desfiladero de La Hermida y allí hace más frío. Yo llevo las manos y los pies helados, pero vamos bien y apenas hay tráfico. El paisaje es espectacular.
Llegamos al pueblo de La Hermida, paramos a tomar café y aprovechamos para entrar en calor y meterle el miedo en el cuerpo a Pilar. Le preguntamos a la mujer del bar si el camino a Bejes es todo cuesta abajo y la mujer se vuelve y le dice a Pilar: “¿vais a Bejes? , mujer ¿pero tú sabes donde te llevan estos?” Pilar no dice nada, pero empieza a hiperventilar y hay que ponerle rápidamente una bolsa de plástico en la cabeza para que la cosa no vaya a más.
Acabado el café salimos del bar, le quitamos la bolsa a Pilar, y enfilamos la carretera de Bejes. Desde la primera pedalada yo meto el desarrollo más suave que tengo. Charly va delante nuestro, de un lado a otro de la carretera, haciendo eses y diciendo: “¡yujuuuu! ¿Dónde empieza la cuesta?, ¿dónde empieza la cuesta?” Yo no digo nada, pero pienso: ¿quieres cuesta? Tú ríete, ríete, que te vas a “jartar” de subir cuestas.
Poco a poco subimos hasta Bejes. No se nos ha dado nada mal. Hace un día precioso y estamos flipando con el paisaje. Paramos en el Albergue y aprovechamos para tomar algo. Alfonso le receta unos medicamentos a un perro que casi nos llena de pulgas mientras los demás nos dedicamos a hacer lo que mejor se nos da, o sea, nada.
Continuamos la subida: salimos de Bejes ahora en dirección al cielo. La pista de cemento se arrastra curva tras curva por un paredón descomunal. Parece irreal que alguien sobre una bicicleta puede llegar a ser capaz de superar ese desnivel, pero una vez en la pista subimos y subimos y subimos...
Miro hacia abajo y cien metros por debajo de mi rueda, casi en la vertical, aparece Alfonso, que ha parado a hacer unas fotos. ¡Aguárdate galánnnn!!!! -me grita, desde abajo-.
Detrás de mí viene Pilar que lo único que dice es: ¡Qué bonito!, ¡qué bonito!, ¡que bonitooooo!!!!, y a continuación empieza a jadear como un perro a punto de sufrir un golpe de calor. Y es que aquí, o te concentras en subir y respirar o como te de por hacer otra cosa te ahogas al instante.
Dejamos atrás el parking y seguimos subiendo. Ahora encaramos la parte más dura del recorrido. Charly aparece de pronto por detrás mío y me habla de las excelencias del caminar empujando una bicicleta mientras contemplas el paisaje, pero no le hacemos ni caso. Pilar y yo seguimos a lo nuestro. No te dejes impresionar, no te dejes impresionar, no te...
¡Miraaaa! ¡El maaaarrrr! ¿eso es el mar? ¡Que siiii! El cielo está completamente despejado y se ve el mar con toda claridad: estamos casi arriba. Charly ya no pregunta que donde empiezan las cuestas. Ahora lo sabe muy bien. Nos sigue como puede, unos cien metros más abajo.
Los últimos doscientos metros Pilar se muere. “No puedo más” -me dice-.
¿Paramos un momento? -le digo-. ¡Y una mierda! -responde-, si me paro no me vuelvo a montar en la bicicleta.
Seguimos. Ya se ve el final de la pista de cemento. Apenas cincuenta metros más y... ¡¡¡Llegamos!!!
¡¡¡AAAhhhhh!!!! ¡¡¡¡Qué bonitooooo!!!! -Pilar alucina con las vistas- Mira esto, mira aquello, mira lo de más allá. Ven por aquí, ven por allá... Por ahí no que te despeñas. Tía, que por ahí no que te despeñas. A ver, que alguien sujete a esta mujer que yo paso de bajar hasta el valle a buscarla.