18 de enero de 2020. Blue Monday.
Tercer lunes de enero, o Janeiro, como se dice en portugués en honor al dios Jano, el de las puertas de entrada y salida. El día más triste del año. No faltan razones. Lejos queda el asueto del fin de semana, pero más lejos aún los días luminosos de verano. El salario todavía no ha llegado al rescate de la cuenta corriente para pagar los últimos fastos navideños, por más que el banco haya comenzado a cargarlos y a retirar su parte leonina con odiosa puntualidad. Los buenos propósitos de principios de año ¡ay! van quedando ya en el vano cajón de los proyectos inconclusos. Está nublado, llueve,...pocos motivos para la alegría en la ciudad gris.
Caminando por las calles mojadas de la ciudad voy recordando diferentes momentos de mi desventura veraniega. Ya han sido unos cuantos viajes a la Oficina de Correos, eterna, recurrente casilla de salida. Ya van unas cuantas instancias escritas, y una serie también interminable de respuestas donde se me instaba a esperar “un tiempo razonable”. Claro, eso del tiempo razonable tardé en comprender qué significaba exactamente hasta que recibí una misiva donde se me indicaba, con toda amabilidad :
“ Contestamos a la reclamación que nos realizó el día 16/09/2019, sobre la situación del envío nº CV001653644ES que fue admitido el pasado 05/08/2019.
Le comunicamos que, según informa el operador postal portugués, este envío ha sido entregado en destino el día 25/11/2019.
Le agradecemos su confianza y aprovechamos la ocasión para enviarle un cordial saludo”.
A tenor de la respuesta tiempo razonable eran los ciento dieciocho días que habían transcurrido desde el inicio de mis desventuras. El tiempo es relativo, y parece ser que en el ámbito de Correos esta kantiana intuición pura de la sensibilidad se condensa, como si el cuerpo postal fuera un espacio de inercia donde las dimensiones se encogen relativamente respecto del mundo exterior y la duración de los plazos fuera allí distinta.
Otro tema es el destino donde se ha entregado el objeto. En este caso lo más interesante no es lo que se dice, sino lo que no se expresa. Y se echa en falta un “satisfactoriamente” antes de “en destino”. ¿Qué significa esa atronadora ausencia? Es una de las incógnitas que pretendo despejar en este nuevo viaje -nunca se sabe si último- a la oficina de Correos.
El edificio Central de Correos de mi ciudad es feo. A pesar de estar supuestamente inspirado en el “estilo montañés”, tejado voladizo sobre la fachada, no es ese edificio con gracia, inspirado en algún estilo artístico del pasado, algún neobarroco, o neogótico de esos que pueblan los centros urbanos de algunas ciudades de la meseta. Aquí no. El nuestro es una suerte de mazacote arquitectónico indigesto, áspero, inhóspito, desagradable, cubierto en gran parte de su fachada por un ladrillo caravista y ventanas cuadrangulares alineadas sin más concesiones estéticas.. La puerta de entrada se halla flanqueada por dos enormes columnas y presidida por un enorme escudo en un estilo barroco que no viene a cuento, coronado o respaldado por un águila bicéfala. Se construyó en tiempos autoritarios, de vocación imperial, y eso queda bien a las claras al que se atreve a cruzar esa puerta, bajo las garras de la temible rapaz de dos cabezas.
Por dentro, envuelve el espacio prismático, como una inmensa caja de zapatos, una reciedumbre de mármoles, columnas, mostradores altos, y suelos de espejeante embaldosado donde resuenan tacones. La altura de los mostradores es otro vestigio de aquellos tiempos de estados todopoderosos, de estructuras administrativas abrumadoras, inaccesibles e implacables. Consiguen su efecto escénico de hacer sentir pequeño al ciudadano que acude inerme, temeroso ante ellos, obligado a mirar hacia arriba como en actitud suplicante.
A pesar de todo ha ido medrando en su interior una atmósfera de mercadillo que ha invadido prácticamente todo, como un fino estrato de una época histórica concreta. Por todos los rincones se ofrecen innecesarios llaveros, llaveritos, postales, sellos, sellitos, buzoncitos, souvenires... en stands de colores llamativos que se acomodan mal a la severidad del edificio. Esto fue un fenómeno que comenzó en los noventa del pasado siglo y ha crecido ahí, como una hiedra de color amarillo limón que crea un estar incómodo. Imagino que cada uno de esos chismes producirá sus jugosos dividendos, pero el resultado no dialoga bien con el escenario.
Un empleado de seguridad, al parecer contagiado del autoritarismo que impregna el edificio, me urge a declarar el objeto de mi visita y me señala con impaciencia el aparatito donde se coge el turno. Envuelto en su mirada que me hace sentir sospechoso de algo indefinible, cojo uno de esos números de papel satinado y espero mis dos dígitos hasta que llega el turno de atención al cliente. En este caso no telefónica, sino de carne y hueso.
El empleado que me acoge, es amable, agradable. Me lo imagino llevando a pasear a su madre octogenaria.Tiene una voz cálida que rápidamente te hace recuperar cierta comodidad y sacudirte este envaramiento severo que transmite el escenario. Escucha mi relato, haciendo aquí y allá un gesto cómplice, un ademán, un movimiento afirmativo de cabeza, que me hace sentir escuchado. Que mi historia importa realmente a alguien. Que está ahí para ayudarme. Como si me cogiera la mano para transmitir su calor, como seguramente hace a su anciana madre. Así que desembucho todo mi relato una vez más y tengo hasta la sensación de que lo ha escuchado hasta el final.
El único problema es que no sabe qué ha pasado. Empieza a teclear en su ordenador tras pedirme códigos, fechas, nombres...que ya sé de memoria. Sigue tecleando, pone cara de sorpresa, vuelve a teclear más, como un pianista en pleno éxtasis en medio del concierto. Al fin dice solemnemente:
- El objeto ha sido entregado en destino. El día…
-Ya…..Pero ¿a quién?
Pone un gesto interesante, como un Sherlock Holmes en pleno proceso hipotético-deductivo. Vuelve a teclear. Ahora la pose es de tahúr que se dispone a jugar su baza definitiva. Pone cara de empática sorpresa.
-Ricardo Almeyda.
-¿Y quién es ese?
Empiezo a hacerme a la idea de un amable portugués que andará por ahí pedaleando en mi vehículo tranquilamente por las empedradas calles de Forteza, o da Alegría, o de Boavista….Tal vez es algún ciudadano fugaz, seguro que de gafas, con aspecto de buen padre de familia con quien crucé la mirada en algún café, en alguna plaza, en algún autobús...
Y mientras su amabilidad de funcionario me sonríe y reconforta llama a Alba, una chica de porte distinguido, rubia y muy blanca, seria como una esfinge,que por el caminar despreocupado, y por su taconeo retumbante y solemne, da la impresión de ocupar algún lugar importante en el escalafón, por más que su mesa esté profanada también de cositas de mechandising. Intercambian palabras, bajan el tono, se hacen señas cómplices, mencionan nombres y por fin ella vuelve a su mesa separada, a su torre de marfil, a su lejanía jerárquica.
El empleado me transmite el resultado de la misteriosa entrevista: dice que va a llamar a un tal Jorge, que él sabe mucho de envíos internacionales, que tal vez pueda tener la clave del misterio. Él sabrá qué hacer, cómo actuar, ante quién reclamar....Hablan por teléfono, cuelga…Me dice -no sin cierto apuro- que según su colega experto en estos asuntos lo mejor es presentar una demanda en la Oficina del Consumidor, que reclamando en Correos lo único que voy a conseguir es que el asunto se demore una y otra vez, criando polvo en algún cajón de alguna mesa de vaya usted a saber de qué negociado. Pero que en esa santa casa en el momento que se detecta que un agente externo empieza a husmear rápidamente se activan los mecanismos mágicos que disuelven todas las dificultades como un código secreto que abre la puerta de la cueva.
Coge el teléfono, pulsa una tecla, conversa otra vez, asiente otra vez, cuelga el auricular de nuevo…. pero cuando vuelve a levantar la mirada no encuentra ya a nadie al otro lado del mostrador.
Abro la pesada puerta y salgo a la lluvia en la mañana desapacible de enero.
FIN