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De Oporto a Santiago: crónica del viaje cicloturista que nunca fue (VII)

foreveryoung
Participante
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                                                                                                 (Contínúa del capítulo VI)

   (…) Impresionante estación. En el vestíbulo hay una luminosidad cenital y celestial.  Finas columnas de hierro imitan los órdenes griegos con una esbeltez que no se puede permitir el mármol o la piedra caliza. Atravieso el amplio hall, con sus inabarcables composiciones históricas de azulados azulejos, para acceder a la concurrida plaza donde se está disputando una competición de algo indefinido.
    Arrojado nuevamente en la gran ciudad, acudo a mi móvil como naúfrago arrojado a una playa que tienta sus pertenencias más próximas apenas recuperada la consciencia. Pero, veo con un vuelco en el corazón, que falla el acceso a la red. Y la evidencia de un hecho terrible se abre camino en la ofuscación: no hay datos. Es como cuando en una familia en apuros financieros alguien dice “no hay café”. Frase terrible.  Ya no sé la hora, ni en qué calle estoy, ni qué autobús tomar, ni qué es una francesinha, ni qué tiempo hará esta tarde, ni mañana, ni al otro…Un auténtico drama cuando, además, se van arrastrando unas alforjas que, de pronto, parecen haber triplicado su peso. Más aún en “primera feira”, con el caos urbano provocado por la carrera popular y el eterno y agotador enjambre de turistas zumbando a cada paso, a cada esquina, a cada bordillo, a cada adoquín del empedrado suelo portuense.
    Forzado  a cada momento a corregir el paso, a pedir permiso, a concederlo, a quedar “obrigado”, a subir y bajar pequeños desniveles de bordillos…Voy así avanzando inquieto, naúfrago en la ciudad, distinta a la que conocí hace tan solo  cuatro días pero que parecen siglos. Sé que el hotel está a unos cinco o seis minutos andando. Pero…¿hacia dónde? ¿Será sensato preguntar en un kiosko por un hotelito cualquiera ?
   El viajero, de naturaleza un tanto reservada, siempre se ha mostrado reacio a hacer preguntas innecesarias. Pero este párecele un caso desesperado necesitado de decisiones importantes y donde no ha lugar a titubeos. Se aproxima a un revistero desde donde sobre un fondo de juguetes y revistas una señora le da ciertas direcciones con cara de escasa afabilidad.
   – Por esa calle, la cuarta a dereita.
   El viajero piensa que ese discurrir incesante de caras y expresiones que es ese torrente turístico que todo lo erosiona ha de dejar poco lugar a empatías excesivas. Y está igualmente agradecido que si se la hubieran proporcionado con la más cortesana de las amabilidades. Asombrado por la inesperada precisión retoma el camino hacia la dirección indicada.   Resultaría penoso confundir el camino en las condiciones del momento pero, claro, sin móvil que guíe como estrella en la noche. termina por ocurrir lo inevitable, y resulta que la calle que había que tomar no era la correcta. 
    Más se ha de esperar de Google que de la mejor intencionada de las quiosqueras, me digo. Una, dos, tres  y cuatro calles y giro a dereita cuesta arriba y con alforjas, por supuesto, y nada del destino prometido. Gente y más gente por todos los lados, con sus chanclas, sus bermudas, sus camisetas de palmeras, sus móviles, sus fotos, sus risas, sus visas, sus malos humores adolescentes…. Aceleradores impíos de la gentrificación del centro de la antigua ciudad portuaria de “Portum Gallia”, puerto de la galia, que dio en tiempos de romanos nombre al país entero a partir de su actividad comercial con los gabachos de la época desde este estuario del Douro. Sospecho que todo eso da más o menos igual a todo este enjambre que zumba por todos los lados y lo llena todo, lo fotografía todo, lo compra, lo come y lo bebe todo…Imagino que si Don Sebastián, ese especie de mesías portugués, ese mítico espíritu errante que se perdiera en tierra de mouros, hiciera su aparición como está anunciado, la emprendería a espadazos, a esquerra y dereita, con toda esta masa y los mandaría a casa. Eso sí, provocaría un serio quebranto a las finanzas de la República. Pero allá por finales del siglo XV me da que esas preocupaciones macroeconómicas les traían sin cuidado.
   Cansado, acalorado, sediento y con ganas de mear me introduzco en una tiendita de esas que están dentro de los portales donde se vende….no sé en realidad lo que se vende… pero no está ahora uno para esas cosas. El hombre tras el mostrador -con gafas- me dice que estoy cerca.
   – Direito y la primera a dereita.
   Siguiendo sus consejos consigo por fin llegar al Hotel do Norte. La recepcionista es una rotunda belleza, vivaracha,  y bien dispuesta. Muestra una clara disposición a atender a la gente como es debido. Mira con ojos penetrantes. Siempre he pensado que la inteligencia de las personas se ve en la mirada. Hay una intensidad, una transparencia que te dice que esa persona mira distinto, como si lo hiciera desde un alma especial, profunda y diáfana. Resulta que el apartamento no está en el mismo edificio del hotel y por eso me provee de certeras direcciones que remiten a la calle anterior -la misma por donde he subido penosamente con la mochila de De Niro como éste por la cascada- donde está el apartamento. Inmediatamente empiezo a temer por mi descanso nocturno. Bullicio y transeúntes nocturnos hasta altas horas…lo que faltaba. Pero hay momentos en la vida en que  lo urgente es mear.
   El viajero se va acostumbando ya a no poner peros a su suerte y a considerar, como Séneca, que la adversidad no es ninguna desgracia. Más bien es una suerte de brisa contraria que no hace sino fortalecer su resistencia y su capacidad de vencer los obstáculos.

    Por fin encuentro el portal. Tras intentar todas las posibilidades de apertura -llave así, llave al otro lado, una vuelta, dos vueltas…será otra llave…- consigo abrir una puerta pesada que da paso a un corredor estrecho, lóbrego y oscuro al fondo del cual -como me había anunciado la recepcionista de la mirada transparente- hay un despacho de Rent-a-car detrás de cuyo mostrador se sienta un individuo grueso y de bigote que parece aburrirse mortalmente habitando esa penumbra. Recorro el largo pasillo golpeando la pared con las alforjas. Subo hasta el primero desde donde -ya me había avisado la vivaz recepcionista- es menester coger el ascensor.
   Parece ser que en Portugal los ascensores o son demasiado rápidos o son demasiado lentos. Éste es de los últimos. Por fin llego al estudio que se me ha asignado por destino y puedo posar mi pesada carga y vacíar larga y cálidamente mi vejiga, para caer luego pesadamente en la cama. Es entrada la tarde y no he ingerido más que un plátano desde la lejanísima estación de Viana. Opto por dar primero satisfacción a la necesidad de descanso. Permanezco como una hora mirando al techo, oyendo el incansable y cansino rumor que asciende desde la populosa calle de Santa Caterina. Pero no cae sobre mi el velo compasivo de Morfeo. Estará por ahí, haciéndose un selfi.
    Descartada la posibilidad de una siesta reconfortante, decido aprovechar la tarde y dar un paseo por los alrededores de la Catedral, zona que no transité demasiado en la anterior estancia.  ¿O mejor merodear? Se me ocurre que no. Mejor paseando. Merodear…es una variante del caminar pero que implica un propósito no del todo claro, algo turbio, no sé. Los turistas pasean, no merodean, porque aunque su destino puede no estar siempre claro lo que sí lo está es que su no-motivación tiene cierto sentido. Y además, los pasos del merodeador suelen ser silenciosos, furtivos, nocturnos…
    Estas disquisiciones me invaden circundando la catedra ly luego de camino una vez más al puente de Luis I, aquel rey poeta y cienciófilo, que ya se divisa allá abajo de la cuesta.  Y allí está también la larguísima hilera humana que cruza por el estrechísimo pasillo entre la verja metálica y el pretil vertiginoso. Son los mismos turistas, y distintos al mismo tiempo. Ninguno de ellos cruzaba por allí el jueves por la tarde seguramente. Y sin embargo es la misma fila, cantando siempre el mismo verso pero con distinta gente, podría recitar de este río humano si uno fuera Gerardo Diego.
   El viajero se incorpora disciplinado a la fila, pero esta vez se resigna a seguirla hasta el final, hasta el  otro lado del puente, como los ciegos de Saramago se guiaban el uno al otro a través de la insondable oscuridad que da el no sabe a dónde se va. Una vez inserto en la fila de turistas ha de seguirla hasta el final, hasta sus últimas consecuencias, como galeote cuya única salida es el barco-prisión y luego remar y remar. Esa dignidad le queda.  Es duro ser turista cuando se tiene sed, hambre y una ampolla molesta en el dedo pequeño del pie. Y esta vez el estómago vacío deja poco lugar a contemplaciones paisajísticas. Hay preocupación fisiólogica más apremiante y hasta el más bello atardecer portuense puede palidecer ante la necesaria atención al gobierno de las tripas.
    La travesía se hace otra vez interminable: chicos que detienen la marcha a cada paso con sus selfis o whatsapeos; niños que se entretienen con cualquier cosa, que se introducen por cualquier rendija;  animales de compañía…todo conspira para que la travesía parezca al viajero una suerte de via crucis.  Un poco más adelante, como amable espejismo, divisa en  la otra orilla un puesto de salchichas. Puede ser la oportunidad que esperaba para calmar el animal hambriento en que se ha convertido.
   En mi banco de madera milagrosamente vacío, devoro el perrito caliente con la fruición de neófito de secta recién salido de cuarentena de ayuno purificador y bebo con la misma ansia mi botellín de agua pagado a precio de Moêt Chandon. Al otro lado se sienta una familia del otro lado de la frontera. Su acento galaico no deja lugar a dudas respecto al orígen. Junto a mí, una gaviota espera en actitud gallinácea algún resto alimenticio que devorar. Para algunos símbolo de libertad, pero se me ocurre que poca sensación de libertad puede transmitir aquel que se siente sometido a la condena permanente del hambre o  la voracidad. Porque estos animales siempre parecen padecer de hambre atrasada. Seguramente detrás de todo ello andaría la voluntad de algún dios de la antigüedad castigador de gulas desmedidas que por alguna diferencia de criterio, o porque se levantó un día de malhumor, decidió castigar a estos animales a la tortura del hambre perpetua.
    El patriarca de la familia gallega comenta que esas gaviotas con una mota roja en el pico son endémicas de las islas Cíes. Que así lo comentaron en alguna excursión que hicieron por allá. Y me parece, entre bocado y bocado de salchicha, que otra de las pesadas cargas que todo turista tiene que arrostrar es la  de escuchar en todo momento y lugar explicaciones y sermones no todo lo contrastados que fuera menester. Ese parece ser el caso de nuestro gallego que hace estos y otros discretos comentarios en voz alta y mirando inquieto a un lado y a otro, nervioso, como estando sin estar. Como si fuera por Oporto paseando la pesada carga de la familia como yo con mis alforjas. Me levanto y la gaviota, perezosa o maleducada, o ambas cosas, apenas hace el ademán de permitirme el paso. Me imagino que para ella, tal vez con razón, somos nosotros la auténtica bandada.
   El viajero, con el estómago medio lleno y despojado ya de toda dignidad y cortesía, es decir, definitivamente transmutado en turista, se dirige entre empellones hacia un teleférico que desciende a la ribera del Douro y al barrio de Gaya. Espera – tras pagar un precio despropocionado incluso para turista y explicablemente malhumorado-  en una plataforma a que se detenga un cochecito como de feria. Monta una familia y el viajero, inexperto en este tipo de lides, se ve arrojado a compartir el pequeño habitáculo con ese racimo humano que llena el espacio de quejidos, reconvenciones, preguntas en voz alta sobre micciones infantiles…Verse en el habitáculo como único elemento extraño le hace sentir esa soledad lacerante de quien se siente transparente entre las personas. Afortunadamente ya tiene una edad y lo asume como un inconveniente más.
    Por fin desciende el artefacto sobre los tejados antiguos de la parte sur de la ciudad. Los niños no miran por los cristales, no. No se emocionan por el vertiginoso descenso. Pensándolo bien no recuerdo cuándo fue la última vez que vi la nariz de un niño pegada a un cristal. Prefieren permanecer atentos a las pantallas del móvil. Tampoco los adultos de la familia prestan un interés especial. Y, sin embargo, la vista es magnífica. Es el atardecer de un día luminoso que parece encender las aguas del espléndido Douro y sacar centellas del doble puente metálico que, poco a poco, va quedando atrás. Parece realmente un río de oro. Abajo espera un muelle reconvertido en espacio hostelero, donde la masa humana se estira y encoge, pulula por todos los rincones como un gas que lo invade todo. Más allá el río continúa su marcha indolente, despreocupado y pasota hacia el mar ya próximo, tranquilo, seguro. anchuroso…
   Llegamos a tierra y descendemos como si lo hiciéramos de una atracción de feria.. Antiguas instalaciones portuarias se suceden reconvertidas en restaurantes, hamburgueserías, cervecerías, heladerías….por donde el turista se siente a sus anchas. Ruido, música indeseada e innecesaria, colores chillones y voces ordinarias conforman ese aguachirle ambiental. No deja de ser paradójico llegar hasta acá para terminar sintiéndose uno como en cualquier lugar, pero parece ser que es lo que quiere el turista: que alguien o algo disipe su silencio del alma.
   Sin embargo, solo hay que caminar unos hectómetros -que diría un niño resabido- más allá de los bullicios hosteleros para alcanzar un paseo solitario que acompaña al río en su discurso. Y es entonces cuando comienza a escucharse esa “eterna estrofa de agua” que canta el Duero para aquel que sepa o quiera escuchar. Emociona saberse casi en la desembocadura del mismo río que otros poetas cantaran aguas arriba. Con distinta agua tal vez, pero el mismo río que admiraran Machado o Gerardo Diego discurre por aquí, ya pronto a verter sus aguas en el mar infinito de los portugueses.
   Van quedando atrás el tumulto y ese olor global de las fritangas y el viajero se vuelve a sentir viajero, superado el indefinible malestar, y un punto orgulloso de poder hacer ese esfuerzo pequeño o grande de trascender la capa superficial de turismo masivo. En algunos lugares, solo escarbando un poco se accede al verdadero ser de los pueblos. Y ése es el rumor tranquilo de las aguas fluyendo de un río ancho, como el Duero, susurrando al oído el discurso oculto del destino y de la vida, en este lugar donde el mundo se llama Porto.
   Un pescador tiende su caña sobre las aguas verdes. Intento una conversación que la lejanía del lenguaje hace difícil .No importa. Me sonríe  e intenta explicar que está pescando sargos, o eso creo entender. Uno es dichoso cuando está haciendo aquello que tiene que hacer, estando en el lugar donde tiene que estar. Tiene todo el aspecto de ser feliz este pescador dominguero portugués con sus gafas y aire de pacífico padre de familia. Lo percibo como tal, como se percibe feliz también a un niño plácidamente dormido. Seguramente él no es del todo consciente porque la felicidad es algo que nos rodea como la niebla y hay que verla desde la distancia, pero resulta magnífico en este atardecer portuense al lado del hermoso río. No le veo sacar ningún pez y no parece importarle entre tanta belleza. Porque pescar junto al cauce de este río es como zambullirse en un verso, en un caudal rítmico y hermoso. Y ese ritmo llena el espíritu del pescador y el mío.
   El viajero sigue caminando hacia el sol en el atardecer y siente una paz desconocida. Y, a pesar de todo, sabe que el viaje no ha comenzado aún. Empieza a anticipar una serie de cuestiones prácticas que hay que acometer y de esa manera ese sentimiento va declinando a un ritmo como el del río, o como el del sol poniente, que va buscando ya la línea del horizonte.
    Una pareja de paseantes hace retemblar las tablillas del paseo con un patín eléctrico. ¿Habrán venido tal vez a sembrar de amor las espumas plateadas del viejo Duero? El viaje no ha comenzado, pero ya ha merecido la pena. Aunque fuera sólo por este atardecer a la orilla del río.
   Del frenesí turístico a esta paz crepuscular sólo  mediaba un corto paseo que voy desandando a contra corriente. Una vez más en medio del jaleo siento de nuevo la punzada del hambre. Es hora de cenar. Busco algún lugar de esos que proliferan junto al río para saciar mi voracidad resucitada. Y recuerdo, no sé será la hora del día, a los padres de Chihiro poniéndose las botas en aquel figón hasta caer hastiados y metamorfoseados en cerdos bien cebados. Indago en mi bolsillo – ese bolsillo de viajero donde se acumulan billetes, tickets de transporte, pañuelos medio usados, moneditas…- y descubro que con el ticket del teleférico tengo una consumición gratis en la taverna Faustina. Es bueno siempre tener un destino aunque uno no siempre esté seguro de llegar a él.
    Por el camino encuentro lo que debió ser en su día un mercado de abastos cubierto. Hoy en día es un lugar dedicado, no tanto a comprar alimentos, sino más bien a dar buena cuenta de ellos en diversos locales de hostelería. Es un espectáculo ver cómo come la gente. Hayao Miyazake hubiera encontrado buena inspiración en este lugar.. Mesas y mesas corridas se disponen en interminables hileras, donde los comensales dan cuenta con avidez de todo en medio de un rumor de platos, de cubiertos y conversaciones que se mantienen milagrosamente entre el constante engullir.
   En varios lugares ofrecen “leitao”, especie de cochinillo, algo más crecido que el que se suele asar al otro lado de la frontera, pero de aspecto churruscado y apetitoso. Lo considero una buena opción y es por eso que decido dedicar un tiempo a esperar la cola. El menú elegido consiste en ración de leitao, copa de vino y patatas fritas. Me atiende un joven de gafas, simpático, con aspecto de estudiante:

   – ¿Qué quiere para beber?
   – ¿Qué bebéis vosotros, normalmente?
   – Nosotros…vino.
   – Pues vino, entonces. Y si es del Duero, mejor.

   – El vino es bueno, pero no es de Oporto….
    Simpático hostelero que además habla a la perfección la lengua del viajero. Las patatas fritas son de bolsa, lo que rompe un poco más el encanto que pudiera quedar. Hay que  hacer mil equilibrios para conseguir colar la bandeja entre codos, espaldas, cochecitos de niño, mochilas  y miembros de todo tipo. Por fin encuentro una mesa  libre, amablemente compartida con una pareja de asiáticos. Resulta curiosa esa promiscuidad del compartir mesa por encima de los abismos culturales que distancian de esas gentes del otro lado del mundo. Ahí nos encontramos los tres dando cuenta de sus viandas en solidario y universal apetito.
   Está delicioso el leitao. Y también el vino que, aunque no de Oporto, es de aguas arriba del Duero. La luz eléctrica se va enseñoreado del espacio y la noche va cayendo sobre este río por cuyos valles trepan viñedos. Con el anochecer empiezo a temer compartir la suerte de los padres de Chihiro, y ser azotado en la boca con aquella especie de raqueta larga, por lo que me levanto algo sobresaltado. Ahí quedan los asiáticos, tan próximos y  ajenos, tan misteriosos, mientras empiezo a ya sentir el cansancio del día.
   Mañana es el día. Justino espera con mi bicicleta dispuesta para la aventura. Con esa hombría, esa seguridad, ese saber estar…Ya anticipo el momento en que mañana llegaré a la oficina y él me dirá: » No te preocupes. Todo está resuelto y conforme. Ya ha llegado. Ahí tienes tu bicicleta. Ya puedes comenzar tu viaje….»
   Hora de volver. Hay que ascender a la ciudad de nuevo. Ni rastro de la taverna Faustina. Rompo en varios pedazos el ticket y lo tiro por encima del hombro en actitud dramática, tal vez por efecto del vinho. Me dirijo por tanto a la cabina que pronto comienza a tomar altura sobre los viejos tejados de los barrios que trepan por la rivera. El carro de Febo se ha ocultado definitvamente tras el horizonte, y ha caído ya una nueva noche sobre la ciudad. Ahora resulta más sencillo el paso por el puente. El vino ayuda también  a aligerar el paso.  Alguna pareja de turistas se interna allá abajo por callejuelas solitarias de decadentes barrios -poco aconsejables parecen a estas horas-  que viven al margen del marasmo que todos los días y noches pasa sobre sus techumbres. Se adentran en busca de esa foto, de ese lugar donde no llegan los turistas que son ellos… Tráfico incesante por el puente bajo, tranvías cabalgando sobre la armazón de hierro trenzado arriba. El río, mientras tanto sigue, indiferente o cobarde, su inapelable discurso.
   Todo esto se ve mientras me dirijo a la otra parte en busca del merecido descanso. La rozadura  sigue martirizándo hasta el punto de dificultar la caminata. No veo farmacias abiertas y necesito con urgencia una tirita. Es primera feira -como llaman por aquí al domingo- , y a estas horas la única esperanza puede ser la eficiente chica de la recepción, capaz de resolver en un momento cualquier problema pequeño o grande. Efectivamente, abre cajones, puertas, portezuelas y cajitas intentando buscar la tirita. Revuelve gasas, frasquitos, esparadrapos sin encontrar lo que busca. Por fin recurre, sin dudar un momento, a su propio bolso de donde va sacando a la luz una sucesión de cosas que deberían permanecer ocultas hasta que, por fin, da con un par de trocitos arrugados de ese esparadrapo adherente que me ofrece con sonrisa contradictoria, como excusándose de haber tenido que recurrir a sus pertenencias personales.
   – De verdad, muito obrigado.
   Pongo todo el énfasis de que soy capaz intentando transmitir mi agradecimiento sincero. Regreso al apartamento, abro la puerta con menos dificultad que en el anterior intento y, allí está, al fondo en su penumbra, como un lagarto en el fondo del pozo, el individuo de “Rent a Car”, naúfrago en su aburrimiento, sentado en actitud como anhelante, viendo la tele. Los caracteres humanos son ciertamente diversos…¿o lo son las circunstancias que cada uno vive?
   Llego a la habitación, me quito la ropa, me tumbo en la cama. Mañana puede ser un gran día, me digo mirando al techo. Confío plenamente en la diligencia y eficacia de ese probo servidor público llamado Justino. Él me sacará de esta casilla de salida interminable y podré, sin duda, comenzar mi venturosa singladura hasta la tumba del apóstol.

   Es ya noche cerrada y, afortunadamente, no se ven confirmados mis sombríos presagios sobre la dificultad de conciliar el sueño en plena calle comercial. A estas horas casi todo está cerrado y un silencio reconfortante cae sobre la populosa arteria de Santa Caterina. El cansancio del día y el vinho del Duero van haciendo su efecto y un sopor va sumiéndome en un duermevela de dulces acentos portugueses y de gaviotas con un punto rojo en el pico.

Agustin_58
Participante
Agustin_58
Participante

Bueno, parece que el destino de la bici está cercano a conocerse, veremos si Justino es capaz de proporcionar la bici al viajero.

Espero con ansia y café el capítulo VIII.

slow
Moderador
slow
Moderador

Un relato lleno de citas, de paisajes, de conclusiones, de vida…

Gracias.

Snorri
Participante
Snorri
Participante

Maravilloso relato.

Enhorabuena, foreveryoung!

Viendo 4 entradas - de la 1 a la 4 (de un total de 4)
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