Sábado, 9 de agosto. La posada.
Por la mañana la gente ha espabilado mucho. Tanto es así que dispongo de la totalidad del comedor para mi desayuno. Hay además una terraza desde donde divisar a placer los desiguales tejados de la ciudad. Cielo gris y temperatura agradable para una mañana de agosto. También son agradables el pan, la mantequilla y las vituallas que suelen constituir el desayuno en este tipo de establecimientos.
En algún momento indefinido de la madrugada cesó de croar la rana. He salido del pozo y un nuevo vigor invade mis miembros. Qué bonito es Barcelos, me digo con ganas de cantar a la vida, mientras engullo una rebanada de pan con “manteiga” en la tranquila terraza. Decido que hay que seguir. Resiliencia es palabra de moda. Levantarse y luchar. Iré a Viana donde tomaré posada y mañana regresaré a Oporto para recoger mi bicicleta y el lunes iniciar el viaje previsto. Voy a luchar y voy a vencer, me digo como en un telefilme malo, de esos americanos de sobremesa.
El albergue tiene una salita de estar. Solo faltan los libros. ¿Para qué se quiere estar, si faltan los libros? Será que la gente ya no lee. Los jóvenes vendrán aquí, se sentarán y escudriñarán el móvil, claro. ¿Quién necesita ya estanterías? El suelo de cristal da un poco de vértigo pero da a la estancia un aire curioso, interesante.
Un momento después ya estoy de nuevo en la calle. Down the street again, con mis pesadas alforjas. Menos mal que las compré con asa, “por si tienes que hacer algún desplazamiento corto”, me había dicho -ahora suena como un sarcasmo- el de la tienda de bicis. Y recuerdo una vez más a Robert de Niro y su casco que quedaba atrapado en el peor momento entre las piedras mientras subía penosamente peleando contra la corriente helada de la cascada, tirando con extremo pundonor del hatillo donde llevaba la pesada armadura de los pecados de vida pasada y atribulada.
“Todo direito”, me dirige un hombre amable hacia la estación. Me acompaña unos hectómetros el jubilado, parece que con ganas de conversar. Me dirijo por la larga avenida tirando de las alforjas. Llego a la estación y saco el billete. Media hora para el próximo tren para Viana.
El andén está superpoblado. Hay un grupo de boy scouts que viaja, afortunadamente, en dirección contraria. De un tiempo a esta parte siempre me parece que la gente joven va en dirección contraria. Será que estoy envejeciendo.
Un sol de justicia cae sobre el andén. Es mediodía, el instante de la sombra más corta. Otro viajero que va con una bici plegable sufre también los rigores del astro rey. Decido esquivarlos en el otro andén, plácidamente sentado en un banco a la sombra de la visera que cubre la estación.
– Mejor a la sombra, dice el otro viajero, como justificándose al haberme copiado la idea.
– Mejor, sí.
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Arranca el “comboio” -así se llaman los trenes aquí- y al otro lado del cristal comienzan a sucederse otra vez maizales, pueblecillos, casitas, casonas sin gracia, bosques, calveros, repoblaciones forestales ….Los incendios se despacharon a gusto por aquí hace unos años así que el paisaje se haya moteado de abedules recién plantados con sus hojas de verde blanquecino.
Camino de Viana. ¿Por dónde andará Ceferino? Me lo imagino ya jubilado de aquel trabajo indefinido entre furgonetas, jaulas, sacas y rudos trabajadores que gustaban de gastarle bromas, no todas de buen gusto. No creo que terminara en Getafe y, lo que es seguro, es que él no se acordará de mí. Pero él siempre regresa a mi memoria, con su gesto de estupor permanente, su aire indefenso y sus gafas de grueso cristal, cada vez que alguien pronuncia ese nombre tan dulce de Viana do Castelo.
Tiene una hermosa estación esta ciudad. No cabe duda de que estoy en una villa turística, que seguramente tuvo sus mejores momentos hará un siglo, en los tiempos del veraneo elitista de las clases pudientes, de las estaciones de baños, de los balnearios, de los casinos, de la Europa próspera y prepotente de Stephan Zweig. Podría haber pasado por aquí tranquilamente y escribir una novela sobre alguna funcionaria postal, o un trabajador del ferrocarril.
Sol, viajeros, cantos y danzas regionales en la plaza animada. Grabo con el móvil uno de esos bailes y, con inexplicable urbanismo, las gentes que cruzan ante mí se agachan una tras otra a fin de no entorpecer la innecesaria grabación. El ser humano es capaz de sorprender con estas amabilidades inesperadas.
Atravieso el casco histórico y voy saliendo hacia la zona de ambiente más playero. Mi móvil se vuelve loco y empieza a marear con direcciones erráticas entre calles de apartamentos de veraneo. Todas parecen iguales. Cambio las alforjas de mano una y otra vez, cada vez en turnos más cortos. El fantasma de Robert de Niro vuelve a hacerse palpable. Giro a derecha, luego a la izquierda, paso bajo las vías hacia el otro lado de la avenida, avanzo paralelo a éstas para darme cuenta de que mi destino está justo al otro lado, pero no hay paso a la vista. Hay que desandar el camino. Regreso, vuelvo a pasar bajo la vía del ferrocarril. Espero semáforos, espero coches, espero que pasen peatones en estrechamientos, el casco se desprende de las alforjas y golpea una papelera con estruendo.
El móvil vuelve a dar señales de lucidez y me dice que falta un minuto para mi destino. Pasan cinco caminando y ni rastro del hotel. Al final es una señora la que me pone en el camino correcto. Se sorprende de que no lleve “carro”. Tampoco lo llevaba Robert de Niro.
– ¿Estás casado?, me pregunta el recepcionista
– Desde hace casi treinta años, le respondo…
– No, que si estás cansado….
Ya me extrañaba la preguntita. Respondo que sí, con una sonrisa embarazosa. El acento portugués me suele jugar estas malas pasadas.
Valdemar, que así se llama, parece un hombre metódico. Enseguida se aprecia en la forma curiosa en que apunta, dobla, archiva, grapa …las cosas del escritorio. Pone un gesto de complicidad comprensiva cuando le explico la conspiración de mi celular. La habitación es limpia, agradable y coqueta. De una rusticidad discreta y confortable en el interior. Tiene una terracita pero da a la transitada carretera nacional que circunvala el pueblo. Me pide opinión en el justo momento que pasa una moto de gran cilindrada haciendo un ruido infernal. Seguramente no he podido reprimir algún gesto de disgusto al percibir el poco amigable paisaje acústico. Aún así respondo:
– Está bien.
Tarde de paseo. Tras descansar sus fatigadas carnes, el viajero se dispone a explorar la turística localidad, comenzando por el puerto deportivo y algunas embarcaciones históricas interesantes. Como alguna que en su tiempo debió faenar en aguas de “Newfonduland”, que resulta ser Terranova, en busca del bacalao, supone. En este y algún que otro detalle – la carta de los restaurantes está escrita en portugués, inglés, frances….pero nunca en el idioma del otro lado de la frontera- detecta el viajero cierto resentimiento vecinal. Le parece curioso porque la mayoría hablan y entienden perfectamente su idioma, y, sin embargo, hay una pretensión de ignorarlo oficialmente. Alguna buena razón histórica habrá para esa animadversión, pero piensa que es mejor dejar el asunto para los estudiosos.
Iglesias de hermosas fachadas barrocas, bien provistas de gárgolas y trampantojantes escudos y ornamentos jalonan las “pedreiras” calles. Paredes encaladas a veces y de desnudo granito otras forman eso que llamamos paisaje urbano. En una de estas iglesias de noble piedra me introduzco con pasos callados. Se está oficiando misa y un mínimo decoro aconseja evitar ruidos y respetar a la gente en uno de sus actos más puros, como es el de conectar con ese mundo más allá de los muros de esta vida. Suena bien la misa en este templo portugués, no excesivamente recargado de decoración para el gusto habitúal de estas gentes.
Llega el momento catártico de darse la paz, el momento de olvidarse el rico de su riqueza y el pobre de su pobreza, el momento de estrechar la mano del otro, sea tu prestamista, tu empleado, tu jefe o tu médico. Una señora recorre la fila besando a las mujeres que tengo a mi lado. Se planta ante mí.
– La paz, me dice.
Y yo, le planto dos rotundos besos en las mejillas, no sé por qué. Ella amaga como un paso atrás haciéndome una cobra que me hace pensar -ay, demasiado tarde- que tal vez no era ese efusivo gesto lo que se esperaba del protocolo habitúal. La falta de práctica en estos actos litúrgicos da lugar a estas situaciones.Como es demasiado tarde ella se resigna a mi exceso de efusividad con un gesto de resignación. En fin, habrá que asumir a beneficio de inventario que el mejor viaje está empedrado de estas situaciones embarazosas. Continúo unos minutos prudenciales -que no parezca una huída- simulando que escucho el santo oficio y decido salir en busca de aire fresco.
Es momento para el café y el pastel de nata. Hermosa plaza ésta de Viana. Un par de terrazas invitan a sentarse y a hacer eso tan simple que en nuestra lengua llamamos “estar”. Permanecer en un lugar en un tiempo puro. Ese momento que justifica todo lo demás: trabajo, desvelos, esperas, desesperas…todo para llegar a esos pequeños intersticios de la vida en que simplemente “se está”. Y si alguna vez podemos decir que llegamos a ser conscientes de una felicidad fugaz, es precisamente en esos momentos en que uno se sienta a ver la vida pasar en una silla sencilla, de éstas de respaldo trenzado, en un entorno nuevo y agradable.
Mi felicidad se demora unos minutos. Tarda en llegar el café y cuando lo hace resulta que no hay pasteles de nata. Que si quiero un “curasinho” creo que me dice pero que tardará unos tres minutos porque tiene que calentar el horno. Le digo que sí, pero en la espera el café se enfría y lo tengo que tomar antes de que llegue el pastel, y de tres minutos nada, son más, y a mí me gusta tomarlo todo a la vez, combinando el sabor amargo del café y los bocados dulces…Para cuando llega ya no me queda café y , además, me quemo la lengua con la crema pastelera que esconde el curasinho que parece lava volcánica… Los momentos de felicidad son así de fugaces, inaprensibles, evanescentes como la niebla.
De nuevo saco mis soledades a pasear por las calles empedradas, estrechas, de casas encaladas. Una de ellas está en labores de pavimentación. Realmente se toman en serio ese trabajo en este país. Puedo ver los cubitos de granito, listos para ser dispuestos uno a uno, como si se tratara de un puzzle sencillo, en ajedrezados escaques. Todos ordenados y listos para ser dispuestos. Traslucen esa paz de espíritu que dan las formas sencillas, ordenadas y honestas. Piedra a piedra me imagino trabajando a los esforzados “calceteiros”, con ese aire de calma y fado que se dan para todas las cosas.
Va cayendo la tarde de agosto y aquí la cena es temprana. Voy buscando un lugar donde satisfacer el monstruo voraz que se ha despertado en mis tripas. Muchas horas han trascurrido ya del copioso desayuno de Barcelos y va siendo momento de buscar algo más contundente. Demasiado caro. Demasiado turístico. Demasiado cutre. Demasiado sofisticado….Por fin encuentro un lugar más o menos a mi gusto.
La oferta es amplia, pero en estos lugares de veraneo conviene huír de los lugares excesivamente transitados para buscar esos de ambiente de barrio: a poder ser sillas de plástico, suelo de terrazo, lámparas fluorescentes con forma de gusano, trasnochada decoración tardo-modernista de los años setenta…Si además está al mando de la nave una mujer de gafas con aspecto de ser feliz abuela o de señora de Forges…ése y no otro es el lugar.
“Costelada y sopa de legumes”. La señora, lovely lady, sustituye las incomprensiones lingüísticas y los inevitables vacíos de entendimiento con una hábil sonrisa maternal. Estas señoras siempre saben salir airosas de cualquier situación. Primero la costelada, -chuletas de cerdo con guarnición de arroz y ensalada- y yo le digo que prefiero primero la sopa. Se ríe de mi ocurrencia pero me hace caso y me trae inmediatamente: un caldo pardo de verduras donde flotan a la deriva trozos de zanahoria, acelga, algo blanco que creo que es nabo….
El viajero, que guarda de la niñez cierta aversión a las verduras, tiene que hacer algún esfuerzo para ingerir el vivificador brebaje y más aún para simular una sonrisa de satisfacción inexistente. Se siente retrotraído a una infancia dura, donde la hora de la comida o la cena podía convertirse a menudo en trámite difícil y disciplinario en exceso.
Las chuletas, algo duras, pero, al menos, la proteína que proveen cumplirá su cometido. Me despido de la señora para confundirme, una vez más, con las sombras de la noche.
Vuelvo a pisar las calles empedradas. Mis pasos llevan hacia el paseo playero. Pizzería, discoteca, pub, hamburguésería, tienda de souvernir, heladería….y luego otra vez la misma serie. Las casillas se suceden en el tablero. Está la calle iluminada con luces de colores y hay además música ambiental. Pero música a un volumen razonable. Parece que se valora el silencio o la moderaciòn acústica en este país y no consideran como imprescindible sinónimo de fiesta y vacaciones el ruido callejero trufado de música ratonera. La prueba es que puedo escuchar mis pasos mientras desando el camino del hotel. Y eso que comenzaron la revolución con una canción de Eurovisión. Eso sí, era una lenta balada.
Una pareja de mochileros espera a la puerta. Sentados sobre sus propios bultos muestran el evidente agobio propio de quien llega tarde a la ciudad y no encuentra posada. Recojo la llave y me tumbo en la cama pensando en la parejita, en esos años que hace ya tiempo quedaron atrás…En cómo anticipaba yo en aquel tiempo lo que sería mi vida con, digamos, treinta años más. Con qué pesadumbre vislumbraba yo ese futuro en el que ahora habito. Y lo que veo ahora desde esta edad es la aspereza de aquellos años reflejada en los ojos cansados y la zozobra de esos jóvenes. Mi consuelo y el de ellos es que de todas las casillas se sale, incluso del pozo. Solo hay que esperar que vuelva a sonar el cubilete un par de veces y que los dados rueden -si los dados ruedan- caprichosos sobre el tablero.
Llegado a la posada, al viajero le va invadiendo la somnolencia. Su mente se va poblando de imágenes de acelgas flotantes sobre caldos traslúcidos y verduras no identificadas. Tiene que vencer la última pereza del día para buscar ese interruptor en forma de pera que cuelga en algún lugar de la cabecera de la cama.