Por la mañana, otro velo gris de llovizna desdibuja la ciudad. Lluvia densa, contumaz, de esas que calan absolutamente todo. No parece el día más alegre para iniciar el camino. Me suele ocurrir a veces que después de planificar algo largo tiempo en el momento de iniciar lo que sea, de dar ese salto, me invade la pereza y este orballo no hace sino acentuar ese sentimiento indolente. .
Empiezo a especular con la posibilidad de alargar algún día más la estancia, pero el recepcionista me dice que no hay cama en el hotel para esta noche. Llueva o no llueva hay que lanzarse al camino. Y el primer paso del mismo es encontrar la oficina postal donde me espera -¿me esperará?- mi compañera de viaje. Desciendo por adoquinadas calles. Cómo les gustan los empedrados a los portugueses! Con ello consiguen dar a la ciudad un aspecto más amable. Como ellos. Piedra a piedra habrán debido de ir colocándolas. Sin pensar en la magnitud de la tarea que hay por delante. Como se hacen los trabajos realmente grandes, titánicos. Pensando sólo en cada momento, en ese concreto adoquín, y sólo en ese. Dedicando a cada uno de ellos todo su amor y todo su empeño. Y seguramente así, antes de lo esperado, como un milagro, ya está hecha una calle, y luego otra, y otra hasta que está hecha la ciudad entera. Y un país entero. Poco a poco, como esta lluvia fina. Así creo que son ellos, hechos de lluvia, calma y persistencia.
Por fin llego a la Plaza del General Humberto Delgado. Hasta la plaza de este militar levantisco y trágicamente caído me ha traído el destino, la escasa eficiencia de una funcionaria y la precipitación insensata de aquel día en la oficina de correos. O las miradas iracundas de los clientes de la fila que presionaban lo suyo. Lejos están de pensar que por ellos yo estoy hoy aquí, en la plaza de este general. Empiezo a deambular por lugares extrañamente caminados ya. Ahí está el monumento a Almeyda-Garret. Extraño nombre de militar liberal y poeta, que habla de lazos con Gran Bretaña. Haber visitado esta plaza ya por Google Maps unas cuantas veces me hace sentir una familiaridad un poco inexplicable.
La única remota posibilidad de que exista esa oficina que necesito es un edificio del consistorio que en su interior podría albergarla – he leído en alguna parte que en Portugal, a veces es así-. Abro la puerta de la oficina y espero una cola. Todo muy funcional: paredes blancas casi vacías y un letrero electrónico con números rojos indicando el turno. El funcionario me informa, en un portugués asequible, de que desde el uno de marzo ya no se reciben ahí objetos postales. Pero me da una indicación esperanzadora: mi envío habrá sido dirigido a la oficina de la calle Gonçalo Cristovao 166. Insufladas las velas por viento de renovados ánimos salgo del edificio a pisar nuevamente las calles empedradas y a la lluvia fina.
Lo que me espera en la oficina postal no es lluvia fina sino un jarro de agua fría en toda regla. “Bycicle is not here” me dice Justino en un inglés de ventanilla pública -leo su nombre en un letrerito en la solapa de la chaqueta-. Curioso que nos tengamos que entender en inglés dos habitantes de la misma península. Pero somos demasiado insignificantes para la Historia, que decide por nosotros. Teclea con gravedad en su ordenador y me dice que ha salido de Madrid pero que no saben nada más. Que la oficina permanece abierta hasta las nueve de la noche…que venga más tarde.
Resignado, me embozo de nuevo en mi hábito impermeable y salgo de nuevo al empedrado sin bici, sin consuelo y sin alojamiento para la noche. Hay que esperar. Esperar y confíar. Desando el camino por la calle Forteza -creo que voy a necesitar de ésta- y regreso a mi posada. Desde allí consigo una habitación para esta noche en el otro lado de la ciudad. Una llamada al servicio de atención al cliente de correos en España termina de desalentarme. Me informan amablemente de que según la tarifa pagada de mi envío disponen de un plazo de unos veinticinco días para la entrega.
Cargado con las pesadas alforjas de la pesadumbre en el ánimo me lanzo de nuevo a las calles portuenses para la mudanza. No sé por qué me viene a la cabeza la imagen de Robert de Niro en La Misión, tirando de sus armaduras hacia arriba por la cascada, con el casco -aquel puto casco- golpeando y atravesándosele entre las piedras a su antojo. Así voy yo, con mis alforjas cargadas de culpas y con el saco de dormir golpeando y moviéndose a capricho como molesto péndulo dispuesto a complicarte la vida a uno en cualquier esquina.
Tras mucho deambular y un par de innecesarios rodeos, a pesar de la dulce vocecilla de Google maps, consigo por fin llegar a mi nuevo alojamiento, en una zona mucho más moderna y funcional. Un hotel grande y moderno, de esos con banderas en la fachada. La habitación no está aún dispuesta pero al menos puedo por fin abandonar mi carga y emprender la exploración de la ciudad.
Es un momento de liberación, de éxtasis. Siento una felicidad repentina tal que suena en mi imaginación el oboe de Gabriel poniendo banda sonora. Doy con mis pasos en la maravillosa iglesia de los Carmelitas y me recreo en su soledad, abrumado por la exhuberancia decorativa de altares y capillas. Cuánto tiempo y trabajo invertido en cada columnilla, en cada arabesco, en cada motivo vegetal…En aquellos tiempos la religión absorbía gran parte del esfuerzo creativo de los días del hombre. Y es que, como dijo Gaudí, el cliente tenía todo el tiempo del mundo…. Me pregunto a dónde va a parar hoy en día ese volumen de energía…y no encuentro respuesta. Construyendo autopistas tal vez para poder ir más rápido a……No sé, ya lo pensaré otro día.
Dicen que la librería Lelo es uno de los grandes atractivos. Pero resulta que la cola es tan larga como descorazonadora -se me ocurre el chiste fácil de que los verdaderos lelos son los que esperan, pero luego, inmediatamente pienso que eso mismo pensará y habrá pensado prácticamente todo el mundo – y, a pesar de disponer de todo mi tiempo, decido como un economista: el tiempo no es un bien libre y el coste de oportunidad de esperar esa larga cola sería demasiado elevado; sería exactamente equivalente a la posibilidad de saborear un buen café en solitario en el escenario magnífico de esta hermosa plaza de una ciudad recién estrenada. Demasiado caro como para perder la ocasión.
Justo ha dejado de llover y un tímido sol asoma ya. Familias aburridas y un grupo de amigos que discute son, por el momento, los únicos pobladores que se arraciman en torno a las mesas de un café, todavía salpicadas de lluvia. Turistas que tal vez no son del todo conscientes de que en ese preciso instante están siendo felices. Ya caerán en la cuenta cuando sea demasiado tarde. Nos pasa a todos. La felicidad es ese arco iris inaprensible.
Una chica en la mesa de al lado discursea a su novio a cerca de la necesidad de decir cierta verdad a un tercero. Momentos después aparece alguien y deduzco que es precisamente el protagonista principal de la conversación. Se sienta. La chica despechada sonríe…Ya parece haber pasado todo, como la lluvia fina de hace un rato. Y de ese magma también están empedradas las relaciones humanas y, por supuesto, las vacaciones.
Agotador es el marasmo turístico. Porque un turista no camina, deambula sin destino concreto; avanza, retrocede, mira a su alrededor, se detiene en medio de la acera…. Pero los portugueses son amables. Detienen sus automóviles con infinita paciencia en los pasos de cebra ante los caminantes despistados, como en Inglaterra. Y también como allí se ven todavía cabinas de teléfono rojas, a lo mejor importadas de las Gran Bretaña para darles una segunda vida. Es algo que recuerda los lazos históricos que unen Portugal e Inglaterra. Razones históricas hay para ello y, sobre todo, la presencia inquietante de un enemigo común. Y esa circunstancia es capaz como pocas de crear entrañables compañeros de viaje. Extrañas amabilidades de viajero.
Cuestas, tranvías, pastelerías…A tenor del número de estas golosos han de ser, pero no veo obesos por la calle. Guerreros, oficiales, soldados de piedra custodian los paseos y los jardines desde sus atalayas de otro tiempo. De eso están hechas las naciones: de nombres, acontecimientos, batallas, recuerdos, estatuas…. Tanto militar hecho monumento habla de un país construído a la defensiva. Pero defenderse ….¿de quién?
Me dirijo al puente de Luis I. Era éste al parecer rey poco dado a la política y más bien amigo de la poesía, pero también de la ciencia. El puente que lleva su nombre hace honor más a este segundo campo que al primero. Es una vertiginosa estructura que atraviesa el Douro como un gavilán de acero, con esa estructura tan icónica, mecánica, de la Europa industrial que se puede ver en la torre Eiffel y en diversos puentes y estructuras de aquella época febril y fabril. Por abajo van los coches, por arriba tranvías y personas. Pessoas. Pero éstas fundamentalmente turistas que se ven obligados a circular por un estrecho pasillo, como una suerte de prolongada jaula. Esa calle enrejada hace que los turistas tengan que constituir escrupulosamente una fila de hormigas,como si se tratara de un fluído precipitado a lo largo de un tubo muy estrecho. Los turistas se mueven a su ritmo cansino y depistado. Además, el suelo metálico está recién pintado de gris, con lo cual el caminar es un esfuerzo añadido y cada paso un chasquido cuando la suela se despega. Me precipito en ese fluir con un recuerdo a Saramago y a sus filas de ciegos guiándose el uno al otro hacia el otro lado de no se sabe qué a través de este sendero grisáceo, que es como una ceguera.
Pero he cometido un error: el único lugar desde donde no se puede divisar un puente hermoso es precisamente ese mismo puente. Unos centenares de metros, río arriba, hacia el este, se divisa otro de feo hormigón, ordinario y funcional por donde discurre el tráfico pesado, pero es allí donde está la perspectiva sobre el puente que se pega a mis pies. Salgo con dificultad de hormiga que abandona el pegajoso enjambre y se vuelve contra la corriente. Experimento una vez más esa amabilidad de viajero -en este caso de turista- entre las sonrisas de comprensión cuando abandono la hilera que va y me incorporo a la que viene causando una cadena de molestias y apretujones en la maniobra.
Desde el otro puente sí se aprecia en todo su esplendor el de Luis I, poeta y amigo de las ciencias. Ese enorme mecano de vigas de hierro remachadas, atravesado incesantemente por automóviles, tranvías y personas se tiende rotundo, muy arriba sobre las barbas de plata del muy cantado río. Barrios antiguos se despanzurran por las colinas, ladera arriba por el escarpado ribazo, como blanquecinos dedos que surgieran de las aguas.
Llega la hora de descansar y nada mejor que esos pasteles de nata, esos que son como soles dulces y diminutos que relucen al otro lado del cristal de las pastelerías. Uno se siente un poco culpable y hasta un poco más niño cuando pega su nariz ante un escaparate lleno de pasteles. Pero es que cuando uno viaja solo suelen aflorar esos sentimientos ocultos, que deberían salir también cuando el hombre viaja en grupo. Por alguna razón los grupos suelen poner sordina a esas palabras del alma y uno se pierde muchas cosas.
Aún así, en los tiempos que corren a uno le cuesta sentirse solo, por mucho que viaje por su cuenta y esté en medio de una ciudad cuyas calles pisa por primera vez. Allá donde uno vaya siempre le acompaña esas vocecilla que no es la conciencia, sino que tiene color, sonido, imagen, música y hasta voz femenina. Converso con el móvil que siempre va conmigo -la proximidad del Duero es la que tal vez me evoca a Machado-. Y así paseo con ese artefacto que te acompaña a todas partes, esa especie de Pepito Grillo tecnológico, que es como llevar en el bolsillo un cuñado sabiondo que no sabe uno nunca dónde meterlo.. El amigo Google Maps irrumpe sin avisar en tus silencios del alma con una vibración o una musiquilla o unas palabras amables, siempre amables…A veces es para bien, pero otras es para romper el hechizo silencioso de una hermosa catedral, de un rojo atardecer o de los ojos de una bella desconocida. Todas estas cosas me estaba contando el pastel de nata, como si una voz resabida me estuviera hablando desde su interior….Cuando el pastel se acaba se hace de nuevo el silencio. Saboreo el buen café portugués y me dispongo para el regreso.
Mi móvil dice que la mejor manera de volver al hotel es tomar el autobús 207. Son ocho paradas y seis minutos de caminata hasta su estación más próxima. Hago todo lo que me dice como niño obediente queriendo sacar buena nota, de tal manera que, efectivamente, a los seis minutos estoy en la tripa del autobús urbano. Demasiado se parece a un bus de cualquier otra ciudad del mundo y siento añoranza de los tiempos en que era una auténtica aventura viajar en un transporte público de otros lugares desconocidos. Apenas hay olores, todo es igual de limpio, despejado, aséptico. A mí me gustaba el olor a grasa de motor de los trenes de cercanías o de los autobuses urbanos. Ya no queda de eso.
Aún así, el discurrir es lento por calles atestadas de turistas sin dirección clara a estas horas de la tarde cuando ya se vagabundea de puro hartazgo de todo. Google me va diciendo cuántas paradas quedan. A él me confío…hasta que empieza a titubear -parece que se ha perdido la conexión al atravesar un túnel- y vuelve a la vida diciendo que me quedan veinte paradas. Véte a tomar por culo, le digo, como si escuchara esa expresión tan rotunda y saludable para el espíritu contrariado. Ya empezamos a tener hasta nuestras discusiones.
Calculo un poco a ojo de buen cubero que no puedo estar lejos del hotel y desciendo precipitadamente del autobús en algún lugar del extrarradio, en una arteria de esas donde nunca se está, donde solo se va de un lado a otro a la velocidad vertiginosa de un automóvil de alta o baja gama. “Rua de Campo Alegre” se llama. Me hace gracia ver una vez más que casi todas las calles llevan nombres de valores positivos: calle de la Alegría, de la Firmeza, travesía de la Paz…
A pesar de la alegría, lo que de verdad invade mi ánimo es un cansancio pesado. Y no tengo ni idea de dónde pueda estar el hotel. Voy a consultar el Google Maps pero de pronto, para mi horror, comienza a parpadear, aparece un mensaje que dice “apagando”. Parece que sigue enfadado. Cuando eso sucede uno tiene la sensación de caer como Alicia en un profundo abismo, de enfrentarse a una de las pocas cosas irremediables de la vida: hay que preguntar una dirección. Y eso supone exponerse al peligro de caer en manos de alguien – numerosísimo ejército- que prefiera proporcionar una dirección cualquiera antes de demostrar que no tiene la menor idea. Asumo el riesgo.
Un hombre elegante -cómo no- me dirige hacia el “Mercado del Bon Suceso”. Sonrío pensando a quién se le ocurrirían estos nombres tan bonitos y de tan buen agüero. Parece ésta una ciudad de autoayuda. El bon suceso es que sus indicaciones resultan certeras y por fin consigo llegar a mi lugar de descanso, no sin antes haber comprado unos plátanos en una entrañable frutería perdida en las abisales bajuras de un barrio de altas torres, que desafía el desarrollo urbano de una zona de la ciudad muy del siglo XXI.
Tomo posesión de mi habitación, como un plátano y descanso un rato. Todavía queda tiempo antes de volver a la oficina. Por suerte permanece abierta hasta las nueve – ya me hablo con Google de nuevo-. Si consigo la bicicleta puedo dedicar esta noche a prepararla, montar las alforjas y todo eso. Intento dormir un rato pero me encuentro excesivamente nervioso y además, no es mi hora habitúal de echar la cabezada. De un salto me levanto, me preparo someramente y pongo rumbo de nuevo por entre las calles portuenses hacia Gonçalo Cristovao, sede de la oficina postal donde se supone habrá llegado mi bicicleta.
Justino niega con la cabeza. Tiene un porte noble, serio, severo que me gusta. Me agrada esa elegancia de los empleados de correos aquí en Portugal. Mantienen esa dignidad que el oficio merece, a pesar de la larguísima jornada. Dan la sensación de estar siempre realizando trámites importantes. Pero no, la bici no ha llegado. Hace comprobaciones, pide nombres, teclea dígitos, introduce códigos…pero la respuesta es ese vuelva usted mañana que compartimos con ellos como patrimonio cultural peninsular.
Desalentado abandono la oficina. La noche cae de nuevo sobre Oporto. Mañana será el día. Cierro los ojos y ese duermevela previo al sueño se puebla de acentos dulces como pasteles de nata, chaquetas elegantes y modales suaves de funcionario.
Ahora es aquello de pida una cita previa, volviéndonos en algunos casos lelos perdidos
Jjjj
Pero si algo me ha llamado poderosamente la atención es esa sensación de orden de los portugueses que transmites y la falta de esa nostalgia permanente que se nos traslada de los habitantes del país hermano.
Es lo que tiene la administración si no haces la pregunta correcta y adecuada. El funcionario responde sólo a lo que preguntas, nada más. El objetivo del ventanillero es que te vayas pronto de la ventanilla para que pase el siguiente de la cola, no se extienden en explicaciones que podrían llevarles a demorar tu atención y hacer que ese día atendieran a menos sufridores de la susodicha cola.
Nunca te lo cuentan todo, por si acaso te pones a pensar, quizá no lo sepan todo o quizá no les de la gana informarte fehacientemente de cada opción para acabar pronto.
A pesar de haber llevado la fotografía (en otro momento de mi vida) hasta una afición casi profesional, nunca estuve de acuerdo con eso de que «una imagen vale más que mil palabras». Esta cadena de relatos con los que foreveryoung nos está obsequiando son una buena prueba de ello. No hay nada como la palabra (y solo la palabra) para contar situaciones y transmitir emociónes.
Lo que pasa que, observar, interpretar, sentir y además ser capaz de integrarlo todo en un relato interesante no está al alcance de cualquiera.
Gracias foreveryoung por hacerlo aquí y permitir que todos lo disfrutemos.
Altair dice: A pesar de haber llevado la fotografía (en otro momento de mi vida) hasta una afición casi profesional, nunca estuve de acuerdo con eso de que «una imagen vale más que mil palabras». Esta cadena de relatos con los que foreveryoung nos está obsequiando son una buena prueba de ello. No hay nada como la palabra (y solo la palabra) para contar situaciones y transmitir emociónes.
Lo que pasa que, observar, interpretar, sentir y además ser capaz de integrarlo todo en un relato interesante no está al alcance de cualquiera.
Gracias foreveryoung por hacerlo aquí y permitir que todos lo disfrutemos.
…
Muchas gracias, compañero. Quedan aún unas cuantas entregas….Me alegra que lo disfrutes.