Me animo a presentarme en el foro. Soy alto, con aspecto desmadejado, tengo treinta años mal llevados y un ojo más grande que el otro, vivo en Santiago de Compostela, hoy me he dejado las palmas de las manos en la azada intentando hacer una especie de huerta urbana, Henry David Toreau me parece un tío estupendo y, por lo demás, me gusta el olor de la tierra húmeda en verano y que las páginas de los libros amarilleen en paz. Basten éstas como mis señas.
Aquejado, sin duda, de extrañas fiebres, hace unas semanas decidí vender mi bici de montaña y, tras arduas y encarnizadas sesiones de pesquisas en la red, embarcarme en el desesperado intento de adquirir una bicicleta diseñada y comercializada por una empresa estadounidense y fabricada en Taiwan: la Surly Long Haul Trucker. Es cara, es difícil de conseguir, es feucha y, bueno, ya puestos, preferiría que naciera en mi huertito, entre lechugas y brécoles, en lugar de venir desde el otro lado del orbe. El caso es que aspiraba a adquirir una bicicleta diseñada específicamente para cicloviajes y que, casualidades de la vida, tenía un parné reservado en lo más profundo del colchón que olía a todas esas cosas ricas a las que huelen las bicis que se mueven de un sitio a otro. ¿Para qué ahorrar en tiempos de crisis?
Mi situación actual es la siguiente: llevo un mes de penosa espera, soñando despierto, ojeroso y consumido, mientras aguardo a que una llamada de teléfono o un correo electrónico anuncie la llegada de la dichosa bicicleta (y, por cierto, la partida del no menos dichoso dinerito, que sigue durmiendo el sueño de los justos). Me horroriza lo tonto que se pone uno con estas cosas. ¡Más me valdría saber soldar tubos de acero!
Eso es todo, más o menos. A los hacedores de esta página y a los parroquianos que la frecuentan: ¡salve!