Yo también me enamoré de las bicis desde chiquitina. Para ilustrar mis comienzos os dejo un artículo que escribí hace un par de años para la revista Pedalier. Fue mi primer artículo como colaboradora, y era una especie de presentación:
LA DE LA BICI
Cuando era una niña de seis o siete años aprendí a andar en bici. Era una bici pequeña, de piñón fijo, que compartía con mis hermanos y que me permitió descubrir qué era eso del equilibrio (no sin antes atropellar al párroco de mi pueblo, según dicen las malas lenguas). Desde el primer momento me sentí atraída por ese vehículo que me permitía moverme sin necesidad de tocar el suelo con los pies, como si volara a ras de suelo. Era adictivo…
Seguí creciendo y mi sueño era tener una bici de mayor. Desgraciadamente mis padres no podían permitírselo, así que me tenía que conformar con montarme, muy de vez en cuando, en la bici de mis primos (que me venía ocho tallas mayor, pero eso no hacía sino darle más emoción al asunto), o en la bici de carretera (de carreras, le llamábamos entonces) del profesor de gimnasia. El poder usar tan poco la bicicleta, en vez de hacer que me olvidara de ella consiguió que cada vez la deseara más (tal y como decía Serrat en la preciosa canción Lucía, “no hay nada más bello que lo que nunca he tenido”). Pero todavía tuve que esperar un poco…
Llegaron los años de universidad. Durante el primer año iba allí a diario mañana y tarde en autobús. En aquella época la red de autobuses todavía no era muy buena, por lo que no me bastaba con coger uno para llegar a la universidad, tenía que hacer un trasbordo, lo cual me suponía una media de cuarenta minutos de viaje. Cuarenta minutos que multiplicados por cuatro suponían más de dos horas y media diarias… Poco práctico. La excusa perfecta para ponerme a ahorrar y, ¡por fin!, comprarme una bicicleta que me permitiera ahorrar tiempo, dinero y, sobretodo, poder volver a disfrutar dándole a los pedales.
Entre mis compañeros de clase había otro que se desplazaba a diario en bicicleta. El resto lo hacía mayoritariamente en autobús o andando. Esto durante el primer año. Luego las cosas fueron cambiando. Conforme pasaban los años había menos estudiantes que usaban el autobús, y más que iban comprándose coche. Yo seguía siendo “la de la bici”. La evolución más significativa fue la del compañero que también venía en bicicleta. Y digo que fue significativo porque la usó tan sólo el primer año. El segundo se compró una motocicleta. Para el cuarto año ya consiguió un cochecito pequeño, que cambió por otro de mayor cilindrada en el último año de carrera. Vaya, que iba “prosperando”. O al menos eso pensaban mis amigos, que envidiaban sin disimulo su nuevo coche.
Hoy, quince años después, yo también tengo coche, uno pequeñito que consume muy poco y que uso sólo cuando es imprescindible. Y ya no tengo una bici, tengo cuatro, para ciudad, para carretera, para montaña… incluso una plegable que me sirve para poder viajar a cualquier lugar sin necesidad de separarme de mi medio de transporte preferido. La gente que pensaba que iba en bici porque no tenía dinero para comprarme un coche ya habrá cambiado de opinión, supongo. Los que se extrañaban de que una médico pudiera usar la bici como medio de transporte ya se habrán acostumbrado a verme y lo considerarán normal, supongo. Y si no es así, me da igual. No cambio la bicicleta por nada. No cambio por nada la sensación de libertad, el placer de notar en el rostro los cambios de estación, la satisfacción de adelantar a malhumorados conductores atrapados en un atasco, el sentir que mi cuerpo está vivo, joven y sano, la relajación que me proporciona la cadencia del pedaleo, la tranquilidad moral de saber que no contribuyo a contaminar mi entorno… ¿cómo es que los demás no se dan cuenta de todo esto?, ¿cómo es que no está mi ciudad inundada de bicicletas? Me lo he preguntado infinidad de veces, y aún no he encontrado la respuesta.
De pequeña, cuando me dedicaba a atropellar con la bici al párroco de mi pueblo, me gustaban mucho las fábulas. Una de mis preferidas era la de la liebre y la tortuga. Me encantaba la idea de que la veloz y presuntuosa liebre pudiera verse alcanzada y superada por la lenta pero persistente tortuga. Hoy soy yo la que me siento un poco tortuga en medio de la vorágine de coches. Y me siento ganadora. Y muy orgullosa de que me sigan conociendo como “la de la bici”.
¡Bici, bizi, vici!