Dos y media de la tarde: acabamos de llegar al pueblo de El Atazar. Aún con los ojos cargados de sueño porque no hemos desayunado, sentados en el suelo, a cubierto del viento por el muro de una casa, un poco destemplados, nos preparamos un par de bocadillos de jamón con queso y tomate. Frente a nosotros, en la carretera que baja hacia la presa, un helicóptero inicia la evacuación de un motorista que se ha estrellado subiendo el puerto.
Tres de la tarde: sacamos las bicicletas del coche y comenzamos a rodar.
-¿No te parece que es un poco tarde? –le digo a Pilar.
-¿Tú tienes prisa? Mañana es domingo: tenemos toda la noche por delante. –dice Pilar.
Y es verdad; lo cierto es que Pilar se ha impregnado de esta filosofía mía de la improvisación y ahora le da todo igual.
Cruzamos el pueblo; en los bares de la plaza la gente ya ha terminado de comer y está con los cafés.
Salimos de allí dejando un mirador a la izquierda y bajamos por una pista de tierra inclinada que pasa junto al cementerio y gira a la izquierda, bajando hasta el fondo de un valle.
Cruzamos un pequeño arroyo y seguimos por la pista a media ladera entre jaras y encinas. A la derecha, al fondo vemos la presa del Atazar.
La presa del Atazar es como un club privado del que siempre nos echan a patadas a Pilar a mi, porque paramos a hacernos fotos y eso parece que está muy prohibido.