Es agosto y en la ciudad estamos pasando una ola tremenda de calor. Por la mañana, llamo a Bea al trabajo y le digo: “busca una ruta en alguna parte porque no aguanto más aquí”. “La tengo” –dice-, y siete horas después estamos durmiendo en medio de las nubes en una tienda de campaña empapada, con tres camisetas de manga larga, puestas una encima de otra, y un forro polar, a mil trescientos cincuenta y cinco metros, en los Picos de Europa.