Hola a todos:
Me decido a escribiros unas palabras sobre mi primer miniviaje en plegable. No iba a hacerlo porque tiene poco de especial, pero al fin y al cabo... ha sido su bautismo.
Aprovechando el puente de mayo, plegué bici y bártulos y me hice al tren, un tramito breve Madrid-Alcázar de San Juan. El destino fue improvisado, los días anteriores demasiado trabajadores, así que la hora y media de dulce traqueteo fue de dura batalla entre mirar por la ventanilla y mantener los ojos abiertos (cuánto me gusta, viajar en tren).
En Alcázar de San Juan parada justa para desayunar y salir a rodar. ¿Un trocito de Ruta del Quijote, o por lo menos tierras aledañas? Vamos a allá... Os presento a mi pequeña rocinante:
En las alforjas y la mochila conviven una tienda de campaña, un saco, una colchoneta, un hornillo, la ropa y comida de cuatro días y cuatro tonterías más.
Abandono pronto el asfalto y me voy introduciendo por caminillos. Soy de parar mucho pero de hacer pocas fotos, sé que aquí es lo más vistoso pero es cierto que en el momento prefiero disfrutar libre de cachivaches. Así que avanzo, la pequeña se defienda bien a pesar de las piedras, del polvo, del sol... del sol sin piedad, sobre rectas infinitas vacías de árboles, huérfanas de alguna brisa... En la frontera de lo demasiado para una norteña marítima y cantábrica de pronto desprovista de montañas, de curvas, mares, desniveles.
Llegamos a Tomelloso con ganas de refugiarnos de la luz, en la primera terraza hacemos una parada. La gente me mira primero a mí, luego a la bici, que imaginan como de juguete, pero no se atreven a preguntar. Sólo el alegre camarero, que adónde voy, que por dónde, que qué bien.
Tomelloso me defrauda algo y no tardo en ponerme de nuevo en marcha. Saco navaja, pan, queso, repongo, y a dar pedales. Me esperan nuevos caminos sin la nada más que el cultivo, las rodadas de maquinaria agrícola, los verdes, los azules y amarillos. Mi idea era acampar allá donde empezara a oscurecer, pero en el camino decido que tal vez fuera más prudente que mi primera vez fuera en un camping, así que decido apretar hasta Ruidera. Lo logro, aunque al no seguir la carretera, y hacerlo por los caminos más o menos paralelos, tardo más de lo previsto.
Aunque lo que más me entretiene es la llegada al atardecer a las lagunas. Paro, miro, respiro, recuerdo, olvido.
Sigo parando, abriendo y cerrando los ojos a los pájaros, a los peces que me regalan un salto, al sol que ya no duele.
Me obligo a seguir, las lagunas tienen una longitud de 42km y aún estoy en una esquina. Mientras avanzo la noche me lleva la delantera, y tengo que tomar la decisión ¿paro o sigo? Sigo, saco frontal, luz, y me estreno en otra experiencia: la de pedalear por la noche, en silencio y a oscuras. A veces miro atrás y no veo nada más que mi vida recién pasada. Y nada más. Así que entre la nada, la vida y el pasado, recuerdo un poema de José Hierro, que os pongo aún a riesgo de ser infinitamente cansina, pero que formó parte del momento:
Vida
Después de todo, todo ha sido nada,
a pesar de que un día lo fue todo.
Después de nada, o después de todo
supe que todo no era más que nada.
Grito ¡Todo!, y el eco dice ¡Nada!
Grito ¡Nada!, y el eco dice ¡Todo!
Ahora sé que la nada lo era todo.
y todo era ceniza de la nada.
No queda nada de lo que fue nada.
(Era ilusión lo que creía todo
y que, en definitiva, era la nada.)
Qué más da que la nada fuera nada
si más nada será, después de todo,
después de tanto todo para nada.
José Hierro
Seguimos. Aumentan simultáneamente mis dolores de trasero y mis ganas de llegar, y lo hacemos todos pasadas las 22:30 a ¡Ruidera!. Al poco me asaltan las dudas de si me aceptarán en el camping, lo hacen, y ya con dificultades para moverme sobre dos patas, con el frontal como única luz, desembartulo las santas cosas, y monto, también por vez primera, una tienda de campaña en la más completa oscuridad y extenuación. Abuso de los adjetivos para que me perdonéis el real desastre de montaje, que fotografié entre risas al día siguiente:
En realidad me perdono, quedó perfecta salvo el avance, estaba tan agotada que ni cené.
Tras una noche fría, desayuno allí mismo, converso con los lugareños, me informo de rutas por la zona, paso allí la mañana y decido que es un buen lugar para hacer una escapada específica de fin de semana, con bici o sin ella, por sus senderos y lagunas.
Me pongo en marcha y surgen problemas técnicos: he perdido una zapata, la trasera, con lo que el freno queda inutilizado. Imposible encontrar el recambio en la gasolinera, en ningún lugar. Prosigo.
Prosigo...
Salgo de la zona de Ruidera, tomo la carretera, vuelvo a salir, voy paralela, perpendicular, me triaungulo, me bordeo, me busco, me pierdo, me encuentro. En el camino tres hombretones muy bien equipados, fuertes, con bicis caras y seguros consumidores de geles y barritas, se detienen apenas ante una pregunta, y me sueltan un paternalista "pero por ahí no vayas que vas a ser muy difícil para ti". Decido no enfadarme, no contarles que hace ya mucho tiempo aprendí a tocar el extremo, la frontera clara, del poder y no, del hasta aquí, del decidir. Pero esa es otra historia, vieja, larga, triste, sin sentido ya.
Sigo adelante, me detengo ante un hallazgo, las vértebras limpias, perfectas, y parte del cráneo de algún animal que no logro identificar, demasiado grande para ser liebre (a las que perturbo durante toda mi travesía y me saltan a todas horas, un podo ofendidas por mis ruidos en horas de siesta) pero demasiado pequeño para ser jabalí. Me habría gustado llevarme una vértebra de recuerdo, pero sospecho que podría resultar raro ante algunas sensibilidades, y las dejo bien ordenaditas en columna vertebral perfecta, reluciente bajo el sol de la tarde.
Hoy no llevo prisa, a punto estoy de acampar bajo unos pinos, pero otro shshshshshshxshshsshsh perturbado me hace sospechar una serpiente. No la he visto... y eso me alarma aún más, es psicológico, pero prefiero enfrentarme a algo que veo que a un peligro que repta sigiloso, que se esconde, al que puedo molestar sin darme cuenta.