Bueno, pues ya está. Aquí estoy otra vez, en el Camino. Me ha costado bastante, la verdad, me ha costado mucho decidirme a partir. Después de tantos meses de planes e ilusiones, lo cierto es que cuando llegó la hora, cuando al fin disponía de tiempo, dinero y salud, cuando ya sólo tenía que montar sobre la bici y empezar a pedalear, me ha costado irme, sí.
Odio las despedidas, aunque sean para pocos días. Odio la incertidumbre, aunque haya hecho lo posible por reducirla al mínimo. Sé que en este viaje habrá muchas cosas que no van a salir como las había planeado, que afronto riesgos, que me esperan pruebas físicas y mentales que no sé si podré superar, que seguro que va a pasar algo, aunque espero que sea menos malo que bueno. La verdad es que tenía miedo. Pero no podía quedarme. Tenía que hacer este viaje. Tenía que hacerlo, pero ¿por qué? ¡Ah, esa es la gran pregunta!
¿Qué me impulsa a recorrer caminos? ¿Por qué no puedo simplemente quedarme en casa con mi familia y disfrutar mi tiempo como hace la inmensa mayoría de la gente? En vez de eso, a mis casi cincuenta años y con un sobrepeso tremendo, no se me ocurre otra cosa que montarme en una bicicleta sobrecargada y agotarme pedaleando por esas carreteras, arriesgando el pellejo, soportando la fatiga, el frío, el calor, la lluvia, el hambre... Y eso ¿para qué?
¿Que me gusta viajar? Sí, sí que me gusta. Siempre he mirado a lo lejos deseando alcanzar el horizonte, aún sabiendo perfectamante que tras un horizonte no hay nada sino otro. Pero para eso bien podría viajar en mi coche, o en moto, no necesito pedalear para viajar.
¿Que si lo hago por deporte? Pues no, yo no soy un deportista, no quiero batir récords, ni siquiera los mios. No busco competir, no busco ganar, ni perder. Hombre, un poco de orgullo por mis logros sí que siento. Es una satisfacción comprobar que aún puedo progresar, que puedo llegar a hacer cosas de las que ya no me creía capaz, que aún hay esperanza, que este viejo tren en vía muerta todavía puede viajar un poco más, que, en definitiva, no tiene por qué ser cierto que a partir de cierta edad todo lo que queda es caer cuesta abajo, sin remedio, hasta la tumba. Aún queda tiempo para vivir.
¡Vivir! Ese es el tema.
Al comienzo del pasado otoño intenté hacer este recorrido y fracasé. Cometí el error de creerme más fuerte de lo que era y me fallaron las fuerzas, me falló la rodilla derecha y me falló el ánimo. Tuve que volver a casa renqueando y con la moral por los suelos. En pocos días me había recuperado del cansancio, en pocas semanas se curó mi rodilla, pero el ánimo... eso tardó bastante más. La única noche que pasé de mala manera en aquel intento de viaje sirvió para cortarme las alas durante mucho tiempo. Llegué a la conclusión de que después de todo yo ya no estaba para estos trotes, que ya era demasiado viejo.
Pero poco a poco he vuelto a convencerme de que no es la edad ni la fuerza física lo que te permite superar los esfuerzos y penalidades que conlleva hacer un viaje como este, sino la ilusión por hacerlo. Lo que realmente me falló el año pasado fue la ilusión. El auténtico error que cometí fue salir sin ganas, simplemente porque tenía unos días de vacaciones y quería aprovecharlos a toda costa. Y salí con demasiada prisa.
Pues hoy ni siquiera estaba convencido de querer salir. De hecho debería haber salido ayer pero como llovía, igual que hoy, decidí retrasar la salida. Una excusa vana. Sé perfectamente que me va a pillar el agua con toda seguridad a lo largo del viaje pero no era sólo la lluvia lo que me impedía lanzarme a la aventura. Bueno, al final salí, sin pensarlo demasiado, como hago siempre que me voy a meter en algún lío. Contengo la respiración, cojo carrerilla... y salto. Y luego... luego ya se verá. Lo más difícil, con mucho, es superar el miedo a saltar.
Me despedí de mi esposa, mis hijos me ayudaron a llevar mis bultos hasta la bici. Foto protocolaria del intrépido aventurero, un par de besos y a pedalear.